Segunda
Parte
LAS OPOSICIONES HECHAS
A LA REALEZA SOCIAL
DE NUESTRO SEÑOR JESUCRISTO
“¿Por qué se amotinan las gentes y trazan las
naciones planes vanos?
“Se reúnen los reyes de la tierra y
a una se confabulan los príncipes contra el Señor y contra su Ungido.
“El que mora en los cielos se ríe:
el Señor se burla de ellos. A su tiempo les hablará en Su ira y los consternará
en Su furor…”.
Ps. II.
CAPÍTULO
I
EL NATURALISMO
EL ERROR Y SU EJÉRCITO
Examinar,
estudiar, ponderar lo que hoy día se opone al pleno triunfo de la realeza
social de Jesucristo nuestro Señor será nuestra tarea en los diversos capítulos
de esta segunda parte.
Tales
obstáculos y tales oposiciones no estarán (puesto que no pueden estarlo) fundados
racionalmente o, si se prefiere, naturalmente. No es posible, en efecto, que
haya oposiciones, obstáculos verdaderamente legítimos en contra del orden
divino. Sólo el error, cuando no la perversidad de los hombres, puede crear una
situación que haga difícil el triunfo de la verdad.
El
error, cuando no la perversidad de los hombres…; es decir, el error y los que
lo propalan.
Es,
en efecto, imposible separarlos. Como apuntó Sardá y Salvay[1]:
“Mas da la casualidad de que las ideas no se sostienen por sí propias en el
aire, ni por sí propias se difunden y propagan, ni por sí propias hacen todo el
daño a la sociedad. Son como las flechas y las balas, que a nadie herirían si
no hubiese quien las disparase con el arco o con el fusil”.
El
error, en efecto, entregado a sí mismo, abandonado a los maleficios de su
espejismo intelectual, sería peligroso, sin duda, pero no iría muy lejos y no perdería
más que a un número relativamente reducido de personas.
Mientras
las perores concepciones mentales no encuentren un ejército no producirán
grandes estragos.
Como
lo ha dicho con su habitual claridad el cardenal Pie[2]:
“el naturalismo contemporáneo es tan espantoso y tan pernicioso para la
sociedad porque tiende, con todas sus fuerzas, a salir del dominio de las
especulaciones intelectuales para apoderarse de la dirección de los asuntos
humanos.
Ahora
bien: es fácil de imaginar que, para lleva a buen término semejante operación
se precisa mucho más que la sola virtud lógica de algunos argumentos
intelectuales abandonados, por así decirlo, a su sola fuerza. Es preciso un
ejército.
”La
organización del racionalismo (que es el objetivo primero de la Revolución) es
el hecho más importante y más formidable de nuestra época”, sigue escribiendo
el cardenal Pie. “Se ha formado una liga y asociación universal con el
propósito declarado de organizar un cuerpo de ejército que pueda resistir
gloriosamente a las doctrinas que se quiere imponer al espíritu humano por la
Revelación… Las corporaciones científicas, la historia, la política, la
literatura, el teatro, la canción, la novela, los periódicos, las revistas,
¿qué sé yo?, todo ha entrado en esta inmensa conspiración contra el orden
sobrenatural…”[3].
Así,
pues, al mismo tiempo que al error, es necesario combatir a sus agentes y secuaces.
“Sin
duda —señalaba el cardenal Pie— la serena exposición de la verdad es, en sí,
preferible a la discusión; nuestros ilustres antecesores lo han declarado a
menudo. No obstante, la necesidad de los tiempos los precipitó a ellos también,
muy frecuentemente, en la controversia. Cuando se leen sus obras se reconoce
que la polémica aparece en la mayor parte de ellas…
”Añado
que la teoría del silencio es, generalmente hablando, una teoría demasiado
cómoda para no ser sospechosa, y compruebo que no tiene a su favor en el
pasado, ni la autoridad, ni el ejemplo, ni el éxito.
”Y,
como se insiste sobre la dificultad de observar la caridad en las discusiones,
respondo que los grandes doctores nos siguen proporcionando, a este respecto,
reglas y modelos. En una multitud de textos, cuyo conocimiento es elemental, y
que no son nuevos, sino para aquellos que no saben nada, recomiendan la mesura,
la moderación, la indulgencia hacia los enemigos de Dios y de la verdad. Lo que
no impide que, sin contradecir sus propios principios, dejen de emplear ellos
mismos también, en todo instante, el arma de la indignación, y algunas veces la
del ridículo, como una vivacidad y una libertad de lenguaje que espantarían
nuestra delicadeza moderna. La caridad, en efecto, implica, ante todo, el amor
de Dios y de la verdad; no teme, pues, desenvainar la espada por el interés de
la causa divina, sabiendo que más de un enemigo no puede ser derribado o curado
sino por golpes decididos y saludables heridas”[4].
“Si
soportar las injurias que atañen solamente a uno mismo —enseña santo Tomás— es
un acto virtuoso, soportar las que atañen a Dios es el colmo de la impiedad”[5].
“El
principio moderno y revolucionario de la respetabilidad de las personas en cualquier
hipótesis, de la tolerancia a ultranza con relación a las personas, es una gran
herejía social que ha hecho mucho daño y hará más todavía a medida que esta
idea vaya divulgándose. Ello equivale a decir que la persona humana es siempre
amable, siempre sagrada, siempre digna de respeto, cualesquiera que sean los
errores teóricos u prácticos que lleve consigo a través del mundo”.
”A
aquellos de nuestros pensadores y literatos actuales que encuentran anticuada
nuestra doctrina sobre los peligros de la tolerancia ilimitada de las personas,
preguntadles: ¿por qué la sociedad civil detiene y pone en prisión a los
anarquistas de la pluma y de la acción, a los criminales de toda clase? ¿Por
qué no contentarse con estigmatizar sus errores teóricos y prácticos? ¿Por qué
esta intolerancia personal? Una sola respuesta es posible: se suprime a las
personas, porque las personas constituyen un peligro público”[6].
“Está,
pues, permitido, en ciertos casos —precisa Sardá—, «desautorizar y desacreditar»
a la persona que difunde sistemáticamente el error. Los mismos santos Padres
prueban esta tesis[7].
“Aun los títulos de sus obras dicen claramente que, al combatir las herejías,
el primer tiro procuraban dirigirlo a los heresiarcas. Casi todos los títulos
de las obras de San Agustín se dirigen al nombre del autor de la herejía… De
tal suerte que casi toda la polémica del grande Agustín fue personal, agresiva,
biográfica, por decirlo así, tanto como doctrinal; cuerpo a cuerpo con el
hereje tanto como contra la herejía…”[8].
Tal
es la doctrina que no será inútil recordar si no se quiere ver a los católicos
cada vez más engañados en el combate político al que todos son llamados por
causa de nuestros modernos regímenes representativos.
Sería
verdaderamente demasiado necio y, sobre todo, nocivo el dejar entender, como
muy a menudo se comprueba, que la caridad exige no publicar las torpezas de los
canallas, que tan frecuentemente vienen a mendigar nuestros sufragios.
Por
lo demás, resultaba imposible, en este comienzo de capítulo, el dejar negar o ignorar
no solamente que existe muy concretamente un ejército del naturalismo, sino que
un católico tiene la obligación de combatirlo y vencerlo, si Dios lo permite o
lo quiere.
Dicho
de otro modo, no hay solamente la nocividad de las ideas falsas; hay también,
en cierto sentido, sobre todo la mala voluntad de los hombres; como no hay sólo
peligro de un cierto número de obuses y de granadas que alguien hubiese podido
abandonar en montón aquí o allá, sino que existe el hecho de que los obuses y
granadas están lanzadas por artilleros y granaderos.
Pretender
guerrear solamente contra las ideas y los sistemas perversos, sin tener en
cuenta a quienes los propalan, difunden y aplican sistemáticamente, sería una
locura, cuando no una complicidad manifiesta con el enemigo[9].
NATURALISMO Y REVOLUCIÓN
¿Cuál
es, pues, el error? Y también, ¿cuál es su ejército? He aquí lo que importa distinguir
netamente desde un principio.
Creemos
son suficientes dos palabras para rotular los dos aspectos: naturalismo y
revolución.
En
el orden de las ideas: el naturalismo.
En
el orden de los efectivos y de las fuerzas humanas: la Revolución.
Pensarán
algunos que la realidad es mucho más compleja y que caemos aquí en una
exagerada simplificación. Nosotros no lo creemos así.
Es
cierto que muchas ideas quedan aún por desarrollar, muchas distinciones por
formular. Así y todo, fueren las que fueren las variantes y aunque existan
ciertas discrepancias de detalle, no es en ningún modo excesivo pretender que
sólo la palabra naturalismo, en el orden de las ideas, de las teorías o de los
sistemas, explica más o menos directamente el conjunto de los errores que
asolan hoy al mundo entero[10].
No
vaciló en afirmar monseñor Pie: “Si se busca el primero y el último postulado
de los errores contemporáneos, se reconoce que, a todas luces, lo que se llama
espíritu moderno es la reivindicación del derecho adquirido o innato de vivir
en la pura esfera del orden natural: derecho moral absoluto, tan inherente a
las entrañas de la humanidad que ésta no puede, sin firmar su propia decadencia,
sin suscribir su deshonra y su ruina, subordinarlo a ninguna intervención,
cualquiera que sea, de una razón o de una voluntad superiores a la razón y a la
voluntad humana, a ninguna revelación ni autoridad alguna que emanen
directamente de Dios…”[11].
Por
otra parte, cualesquiera que sean en el orden de las fuerzas humanas las rivalidades
y los choques, a veces sangrientos, de los partidos o de los “grupos”, de los
pueblos, de las ligas o de las sectas, siempre es a la Revolución a quien
invocan o en quien se inspiran las tropas del error.
* * *
Naturalismo y Revolución son, pues, los dos términos que permiten designar
desde un principio los temibles obstáculos de la presente «hipótesis».
Aunque
sea difícil estudiarlos separadamente por estar tan estrechamente relacionados
entre sí, consagraremos el presente capítulo al naturalismo,
o, dicho de otro modo, a la descripción del error, considerado de un modo más
particularmente teórico y doctrinal, mientras que el capítulo siguiente, por el
contrario, irá dedicado a le Revolución.
* * *
Como
nos importa hacer trabajo útil más que original hemos considerado como un deber
el aprovechar las obras del cardenal Pie. ¿No son sus «Sinodales» un verdadero
tratado sobre el tema?[12].
EL
PECADO DE NATURALISMO
Que
el naturalismo es, por excelencia, el error moderno, o, mejor dicho, el
carácter específico de todos los errores modernos, basta con referirse a la primera
constitución del Concilio Vaticano.
Pronto
se advierte que su preámbulo no concierne solamente a la constitución particular
que encabeza. “Es más bien —escribe el cardenal Pie— una introducción general
en la que se nos revela el pensamiento informador de la obra entera. Para quien
sabe entender, el preámbulo contiene el programa de todo el concilio. Ya en él
va dicho lo que cabe decir sobre nuestro tiempo, nuestra sociedad, nuestro
siglo: la frase verdadera, la frase luminosa, la frase decisiva, la palabra
divina.
”La
inclinación actual de los espíritus y los corazones, el rasgo esencial de los
caracteres, el hábito de los individuos, la costumbre de las sociedades, la ley
que las rige y el espíritu político que las gobierna, el movimiento de la
ciencia y, por tanto, la dirección de los estudios y de toda la educación, en
fin, el signo propio de nuestro tiempo, es lo que el concilio declara en primer
término y llama con su verdadero nombre: naturalismo”[13].
¿Qué
es el naturalismo?
Como
lo indica su nombre, es esencialmente una actitud independiente y de repulsa de
la naturaleza respecto del orden sobrenatural revelado.
“…
Dotada en sí misma de todas las luces, fuerzas y recursos precisos para regular
todas las cosas de la tierra, trazar la conducta de cada individuo, proteger
los intereses de todos y alcanzar el término último de su destino, que es la
felicidad…, la naturaleza se convierte por este sistema en una especie de
recinto fortificado y campo atrincherado en el que la criatura se encierra como
en su propio dominio, totalmente inalienable…”[14].
“En
suma, cada uno se basta a sí mismo, y como en sí mismo halla su principio, su
ley y su fin, es su propio mundo y se convierte, más o menos en su Dios. Y si
consta de sobra que el individuo, considerado como tal, es indigente en muchos
aspectos e insuficiente para muchas cosas, no obstante, para completarse no le
hace falta salir de su orden: encuentra en la humanidad, en la colectividad, lo
que le falta personalmente…”[15].
“El
naturalismo es, pues, lo más opuesto al cristianismo. El cristianismo, en su
esencia es todo lo sobrenatural, o, mejor dicho, es lo sobrenatural mismo en
sustancia y en acto. Dios sobrenaturalmente revelado y conocido, Dios
sobrenaturalmente amado y servido, sobrenaturalmente dado, poseído y gozado;
eso es todo el dogma, toda la moral, todo el culto y todo el orden sacramental
cristiano. Si bien la naturaleza es la base indispensable de todo, por todas
partes es superada. El cristianismo es la elevación, el éxtasis, la deificación
de la naturaleza creada. Ahora bien: el naturalismo niega, ante todo, ese
carácter sobrenatural. Los más moderados… lo niegan como necesario y
obligatorio; la mayoría lo niega como existente y aun como posible…
”El
naturalismo, hijo de la herejía, es, pues, mucho más que una herejía; es el
puro anticristianismo. La herejía niega que haya dogmas o que pueda haberlos.
La herejía deforma más o menos las revelaciones divinas; el naturalismo niega
que Dios sea revelador. La herejía arroja a Dios de tal o cual parte de su reino;
el naturalismo lo elimina del mundo y de la creación. Por eso dice el concilio,
de este error odioso, que «contradice por completo a la religión cristiana»”[16].
Empresa
satánica en verdad y este epíteto no es aquí adorno de estilo o fórmula retórica.
Monseñor
Pie no dejó de insistir en ello.
“Para
asignar a ese naturalismo impío y anticristiano su origen primero y su primer
autor, escribe en su tercera Instrucción Sinodal[17],
habría que penetrar hasta en las misteriosas profundidades del cielo de los ángeles.
Aquel a quien Lucifer, constituido en estado de prueba, no quiso adorar, no
quiso servir, aquel con quien pretendió igualarse sería difícil creer que fuese
el Dios del cielo. Una naturaleza tan iluminada, con espíritu originariamente
tan recto y bueno, no parece capaz de tan gratuita y loca rebeldía. ¿Cuál fue,
entonces, la piedra en que tropezaron Satanás y sus ángeles? David, cometado
por San Pablo, la escritura interpretada por los más ilustres doctores,
proyectan admirables luces sobre este hecho primordial del cual arrancan tantas
consecuencias.
”La
fe nos enseña que el Dios creador, cuando por un acto libre y sobrenatural gratuito
de su voluntad decidió descender personalmente a su creación, no requirió para
unirla hipostáticamente a su Verbo ni la substancia puramente espiritual del
ángel, ni la substancia puramente material del ser irracional. El Hijo único de
Dios se hizo hombre; tomó un cuerpo y un alma; se colocó así en el centro del
universo creado, ocupando el justo medio entre las esferas superiores y las
inferiores, comunicando su vida y su influjo divino al mundo visible y al mundo
invisible, como mediador, salvador, iluminador de cuanto estaba por naturaleza,
por encima y por debajo de su humanidad sagrada…
”Este
prodigio y este verdadero exceso de amor divino fue en opinión de muchos padres
y teólogos, el principio y la ruina de Satanás… Creer en el Hijo de Dios hecho
hombre, esperar en Él, amarle, servirle, adorarle, tal fue la condición de
salvación. Los dos testamentos nos dicen que ese precepto fue dirigido tanto a
los ángeles como a los hombres; en ambos está escrito: «Ei adorent eum omnes angeli ejus».
”Satanás
se estremeció al pensar que tendría que prosternarse ante una naturaleza
inferior a la suya, y sobre todo recibir él mismo de esa naturaleza tan
singularmente privilegiada, un suplemento permanente de luz, de ciencia, de
mérito y un aumento eterno de gloria y beatitud. Estimándose herido en la
dignidad de su condición nativa, se atrincheró en el derecho y en la exigencia
del orden natural, no quiso adorar la majestad divina en un hombre, ni recibir
en sí mismo un aumento de resplandor y felicidad que derivasen de esa humanidad
deificada. Al misterio de la encarnación
opuso el de la creación; al acto libre de Dios opuso un derecho
personal; en fin, contra el estandarte de
la gracia, alzó la bandera de la naturaleza...”.
Por
lo demás, aparte de toda opinión referente a ese carácter especial del pecado
de los ángeles malos, es cierto, como lo enseña santo Tomás, que “el crimen del
demonio fue o bien el colocar su fin supremo en lo que podía alcanzar sólo con
las fuerzas de la naturaleza, o bien el querer lograr la beatitud gloriosa
mediante sus facultades naturales sin ayuda de la gracia…”[18].
“Así,
pues, todo el trabajo del infierno se traduce fatalmente en odio a Cristo (y a
su Iglesia) por la negación de todo orden (sobrenatural) de la gracia y la
gloria: así fue cómo la herejía de los últimos tiempos vino a ser y a llamarse
naturalismo, porque el naturalismo es el anticristianismo por excelencia”.
“El
punto de donde cayó Satanás es aquel de donde quiere precipitar a los demás…”[19].
Y
eso desde el principio.
* * *
El
pecado original, primer pecado del hombre, también fue (siempre bajo el influjo
de Satanás) un pecado de naturalismo.
“El
primer hombre —enseña santo Tomás de Aquino— pecó de dos modos: pecó,
principalmente, al desear parecerse a Dios en lo que toca a la ciencia del bien
y del mal, con el fin de poder en virtud
de su propia naturaleza determinar por sí mismo lo que conviene o no conviene
hacer; y pecó, secundariamente, al desear parecerse a Dios en lo que
toca al poder de acción, con el fin de conquistar por la virtud de su propia
naturaleza la bienaventuranza. En una palabra, deseó, como los ángeles,
igualarse a Dios, apoyándose tan sólo en sí mismo y menospreciando el orden
(sobrenatural) y la regla establecida por Dios”[20].
Así
“despreciando un destino superior a la naturaleza —escribe Jean Daujat—, al
querer la naturaleza vivir su vida propia (vivir su vida según frase hoy tan
corriente) y encontrar en ello plena satisfacción, el naturalismo es el primer
error, el error sobre la opción fundamental en el cual se empeña todo el
destino humano. No es, pues, cosa de extrañarse el que históricamente el
naturalismo haya inaugurado toda la serie de los errores modernos”[21].
El
naturalismo es, pues, pecado fundamental y, si se puede decir, más específicamente
satánico que cualquier otro.
Atenerse
a la naturaleza, rechazar el orden divino de la gracia, o, dicho de otro modo,
separar lo natural de lo sobrenatural o, si se prefiere, según la enérgica
frase de San Juan[22],
“disolver a Jesucristo” (pues en eso
precisamente desemboca esa separación de lo natural y de lo sobrenatural), he
aquí el pecado inicial y desgraciadamente renovado, el pecado clave; en
realidad, el único y grande drama del mundo.
San
León ya advertía, en su octavo discurso sobre la Natividad[23]:
“No conocemos, desde la llegada de Jesucristo, casi ningún extravío del
pensamiento humano en materia religiosa, que no fuera, de uno u otro modo, un
ataque contra aquella verdad de las dos naturalezas reunidas ambas en la
persona única del Verbo”[24].
“Unde cecidit, inde deficit”. Donde el
mismo Satanás cayó es claro que quiera hacer caer a los otros. Se empeña en
ello con todas sus mañas, su sutileza, su duplicidad toda; de aquí la variedad
de sus trampas y enredos; de aquí la extrema multiplicidad de los varios modos
de naturalismo.
Violento
y agresivo en unos, más manso, aunque más explícito, en otros, el error sabe
hacerse imperceptible e inconfesado, implícito, solamente práctico… Hasta negará
ser naturalismo cuando lo es en realidad. En esas malezas hay que perseguirle,
si se le quiere combatir eficazmente, ya que merced a ellas causa un mayor número
de víctimas.
Continuará…
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publicados haciendo clic en: Para que Él reine
[1] Opus, cit., p. 115.
[2] Oeuvres, t. V, p. 170.
Las referencias que este libro se hacen a las Obras del cardenal Pie están tomadas generalmente de la edición de
Oudin, de Poitiers.
[3] Opus, cit., t. III, p.
256.
[4] Ibíd., t. V, p. 52.
[5] Suma Teológica, IIa,
IIae, q. CXXXVI, art. 4, ad. 3.
[6] Ami du Clergé, 30 de
abril de 1903.
[7] Cf.: igualmente en esta grave materia, los considerandos de la
sentencia dictada contra el abate Lemire por el tribunal de la Santa Rota
Romana (Semaine Religieuse de Cambrai,
27 de enero de 1914): “… Todos los que en la constitución actual de los Estados
influyen con sus votos sobre el gobierno, todos los que eligen sus diputados,
todos los electores deben conocer seriamente el valor de los hombres que
reclaman el grave honor de representarles. Inspirándose en esta verdad, los
jueces han dicho que los directores de los periódicos tenían, no solamente el
derecho, sino el deber de exponer cuidadosamente los hechos que ponen de
relieve la intención, el plan, las cualidades, el valor de los diputados… Sin embargo,
han añadido los jueces los directores de los periódicos no pueden calumniar, es
decir, inventar, por imprudencia o ligereza, verdaderas falsedades. De esto se
deduce que el interés del Estado exige que los hombres públicos puedan ser
enjuiciados por la opinión; de aquí que el publicista que expone en las
noticias hechos perjudiciales a la reputación de los hombres públicos no debe
ser tratado como un vulgar difamador. Al contrario, hay que presumir que este
publicista no ha querido perjudicar al prójimo, sino que ha querido cumplir con
su deber y trabajar por el bien general, alejando de las funciones públicas a
hombres realmente peligrosos para sí mismos, para los demás y para todo el Estado.
Nadie ignora que esta regla está admitida abiertamente por el derecho procesal
y enseñada en todas las escuelas de todas las naciones civilizadas. En lo que
concierne al fuero eclesiástico, basta citar la observación de Raynaldus: según
este autor, cuando los santos Padre se vieron precisados a censurar doctrinas
falsas y peligrosas, lo hicieron en términos muy violentos y con invectivas no
encubiertas para denunciar las astucias de los hombres que propagaban el error
entre los pueblos cristianos. A pesar de esta vehemencia, nadie ha osado
acusarles de violar las leyes de la justicia y de la caridad. La táctica de los
santos Padres lo prueba la historia, ha preservado a los pueblos de la
influencia sutil de las herejías y de los heréticos…”.
“Monseñor Delassus no temió escribir contra el
abate Lemire: ‘En cuanto a su honor sacerdotal, hace largo tiempo que el Sr.
Lemire lo ha pisoteado’. Una apreciación semejante no podía hacerse sobre un
simple particular, cuyos actos, aunque muy malos, quedan encerrados entre los
muros de su casa o, por lo menos, o traspasa los límites de su dominio… Por el
contrario, si se trata de un hombre que ejerce una función pública, de un
hombre cuya conducta debe ser juzgada por los electores, conviene, y aún más,
importa al Estado que la conducta de este hombre sea discutida. Por tanto, la
apreciación que Mons. Delassus ha hecho sobre el sacerdote Lemire en la época
en que fue votada la nefasta ley de la «Separación»… El favor de que goza en
Francia el Sr. Lemire es de tal modo opuesto a la dignidad sacerdotal, secunda
de tal manera los proyectos de los autores de la ley de «Separación» que el Sr.
Lemire ha sido llamado en broma y no sin sagacidad “el capellán del Bloque”.
Este apelativo ha pasado a ser proverbial en buen número de medios: celebra
perfectamente las alabanzas del sacerdote que ha hecho tantos méritos entre los
enemigos de la Iglesia. Por esto, diciendo que el Sr. Lemire había desgarrado
con sus propias manos y pisoteado su dignidad sacerdotal, el redactor de la
revista católica (Mons. Delassus) ha expresado una verdad que muchas gentes
piensan y sienten, una verdad que no escapa a nuestros adversarios, convencidos
de que un sacerdote como el Sr. Lemire sirve perfectamente a su causa… En
consecuencia…”.
[8] Opus. cit., caps. XXII y XXIII. Cf., principalmente
pp. 116-117.
[9] Apresurémonos, después del toque de atención sobre este punto de
doctrina un poco severo, añadir que podríamos hablar, nosotros también, de una
justa tolerancia hacia las personas. Todo el último capítulo de esta segunda
parte será consagrado a este problema. Además, ¿hay necesidad de hacer observar
que al recordar esta necesidad de combatir a las personas en ciertas ocasiones
no hemos buscado justificarnos nosotros mismos? Nuestro trabajo se mantiene
alejado de toda polémica. Solamente quedamos más tranquilos recordando lo que
acabamos de decir.
[10] Cf. la declaración, al principio de este siglo, de un concilio
provincial español (Prov. Eclesiástica de Burgos): “Los peligros que corre la
fe del pueblo cristiano, son numerosos, pero, digámoslo, se encierran en uno
solo, que es su gran denominador común, el naturalismo… Llámese racionalismo,
socialismo, revolución o liberalismo, será siempre, por su condición y esencia
misma, la negación franca o artera, pero radical, de la fe cristiana, y, por
consecuencia, importa evitarlo con premura y cuidado, tanto como importa salvar
las almas”.
[11] Oeuvres complètes, T. V.,
p. 41.
[12] Cf. el elogio del cardenal Pie por Pío IX: “No solamente habéis
enseñado siempre la buena doctrina, sino que, con el talento y elocuencia que
os distingue, habéis tocado con tanta sagacidad y seguridad los puntos, que era
necesario y oportuno aclarar, según la necesidad de cada día, que, para juzgar
rectamente de las cuestiones y saber adoptar a ellas la conducta, bastará a
cada uno el haberos leído…”. Carta de Pío
IX al cardenal Pie en 1875, con ocasión de la publicación de sus obras.
[13] Oeuvres, t. VII, p. 183.
[14] Ibíd., t. VII, p. 191.
[15] Ibíd., t. VII, p. 192.
[16] Ibíd., t. VII, pp.
193-194.
[17] Ibíd., t. V, p. 41.
[18] Sum. Teol., Ia, IIae, q. 63, a. 3,
conclus.
[19] Cardenal Pie, Oeuvres,
t. V, p. 45.
[20] Sum. Teol. IIa IIae,
q. 163, art. 2. “Tal es la doctrina de santo Tomás, mucho más
racional que la que atribuye la caída de Adán al amor excesivo a su esposa.
Dado el perfecto equilibrio de sus facultades, el desorden no podía ser
introducido en él por el deseo de un
bien sensible, sino solamente por la complacencia en sí mismo y por el deseo de
un bien intelectual o espiritual fuera de su alcance… De otro modo, no se
explicaría la terrible ironía con que Dios le persiguió después de su caída:
«He aquí que Adán ha llegado a ser como uno de nosotros». Para él también el
primer pecado es interior, exento de error y de pasión, plenamente voluntario;
el resto es ya accesorio; que Eva haya sido, para él, una ocasión de escándalo,
que haya aceptado el fruto prohibido por complacerla poco importa. Había ya
pecado en su corazón… Voluntariamente, Adán rechazó a Dios como a un Señor
inoportuno y se colocó en el puesto del Creador, erigiéndose como el único
centro de todo, como el único fin en sí…”. Cf. Monseñor Prunel, Cours de Religion, t. IV, pp. 33, 34, 35
(Beauchesne).
[21] No hay que extrañarse, tampoco, de que para poner remedio al mal
contemporáneo atacándole en sus orígenes, la Providencia haya escogido, en
nuestros días, como fuente de renovación cristiana y vía de salvación para la
humanidad de hoy, una influencia cada vez mayor de María: de Aquella que, de
una vez para siempre, ha herido el naturalismo en la cabeza y sacado a la humanidad
de esta vía mortal por el «sí» total, sin remisión, en una entrega total a la
obra de Dios en ella, el «sí» que ha pronunciado aceptando dar a Cristo su naturaleza
humana, y por ello, aceptando, en el nombre de toda la humanidad, la venida de
Dios a esta misma humanidad. Que aquella que ha pronunciado el «sí» total, que
habían rehusado Lucifer y Adán y, por ello, ridiculizado para siempre su «no»,
reine cada vez más, es la única esperanza de resurrección para un mundo que ha
exaltado la negación hasta el delirio. La Salette, Lourdes, Pontmain, Fátima,
son las etapas de la «salvación» (Juan Daujat).
Por lo tanto, para ser completa, toda obra
sobre la realeza social de nuestro Señor Jesucristo debe, al menos indicar como
una prolongación inevitable de esta primera soberanía el reinado social de
María… El orden social cristiano por el
reinado social de María, tal es el título del opúsculo del R. P.
Gabriel-Marie Jacques, de los hermanos de San Vicente de Paul (Editions du
regne social de Marie, 29, rue de Lourmel, París 15e).
Cf. igualmente las memorias del Congreso de La Cité Catholique en Angers (1954), Verbe, núm. 64 y sup. Núm. 7.
[22] Epístola primera de San Juan, IV, 3. No es inútil citar aquí los
tres primeros versículos de este capítulo IV. El apóstol del Amor, en efecto,
nos pone en guardia a cada uno de nosotros: “Carísimos, no creáis a cualquier espíritu; sino examinad los espíritus
si son de Dios, porque muchos seudoprofetas se han levantado en el mundo.
Podéis conocer el espíritu de Dios por esto: todo espíritu que confiese que
Jesucristo ha venido en carne (unión de lo sobrenatural y de lo natural) es de Dios; pero todo espíritu que no
confiese a Jesús: qui solvit Jesum (separación de lo natural de lo sobrenatural),
ése no es de Dios, es del Anticristo, de
quien habéis oído que está para llegar, y que al presente se halla ya en el
mundo…”.
[23] Monseñor Pie, comentando este pasaje, hace observar que el santo
papa y doctor justificaba este aserto con un estudio completo de las herejías que
se habían sucedido hasta su tiempo. “Enumeración curiosa —prosigue el obispo de
Poitiers—, después de la cual, como observa el docto Thomassin, no queda a
ninguno de los sistemas nacidos después de este gran papa, ni el mérito de la invención,
ni el interés de la novedad. Los sofistas del siglo XIX, así como los sectarios
del siglo XVI, vienen a colocarse a la cola de una larga serie de antepasados
en una y otra de las categorías asignadas, desde antiguo, a los negadores de la
encarnación. Esto es para nosotros el principio de una fuerza y nos da, a
veces, la apariencia de un desdén que asombra. Nuestros contemporáneos sobre
todo, muy poco familiarizados con la historia religiosa del pasado, se
escandalizan fácilmente del poco alcance que damos a ciertos escritos, en que
su apreciación incompetente había creído percibir puntos de vista nuevos y
enteramente embarazosos para los defensores de la ortodoxia. No podríamos compartir
su asombro ingenuo… Está permitido, sin faltar a la modestia, tener alguna
conciencia de su fuerza, cuando se tiene el derecho de decir a los que se constituyen
en innovadores: ‘Os conozco; hace siglos que os nombráis Simón, Carpocras,
Cerinto, Ebión, Basilides, Marcion, Manes, Prisciliano, Valentino, Sabelio,
Hermógenes, Arrio, Apolinar, Teodoro de Mopsueste, Celso, Portirio, Juliano,
Nestorio, Pelagio, Eutiques, Ciro de Alejandría, Félix de Urgel etc.: en fin,
en tiempos más cercanos Miguel Servet, Fausto, Socino, etc.’” Cardenal Pie, opus. cit., t. V, p. 121.
[24]
“Estos hombres destruyen —dice Pío IX en Quanta
cura, hablando de los naturalistas—, estos hombres destruyeron
absolutamente la cohesión necesaria que, por voluntad de Dios, unió el orden
natural y el orden sobrenatural…”.
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