LUCHA CONTRA LA COMPAÑÍA DE JESÚS
La victoria alcanzada por los
católicos en la Cámara de los Pares contra el proyecto de ley relativo a la
enseñanza, fue doble. Además de haber suscitado una oposición como nunca se
había registrado, el relator, duque de Broglie, se
vio obligado a atenuarlo para obtener su aprobación. Las modificaciones del
duque de Broglie no satisficieron a los católicos, pero también no fueron
aceptadas por los “universitarios”. El proyecto fue encaminado a la Cámara de
los Diputados, y ahí su relator fue Thiers, cuyo cargo era
espinoso, dado el progreso siempre creciente del movimiento católico y la
oposición de la universidad.
Era necesario encontrar un medio
de dividir a los católicos, a fin de conseguir el establecimiento definitivo
del monopolio universitario. Por otra parte, existían en Francia congregaciones
religiosas no permitidas por ley, pero que el gobierno toleraba; una de las
condiciones para el ejercicio del magisterio, que los universitarios incluían
en todos los proyectos de la ley de enseñanza, era que el candidato a profesor
no debería pertenecer a tales congregaciones; entre ellas, la Compañía de
Jesús, que desde Luis XV no tenía permiso para poseer casas en Francia.
Desde su fundación, los jesuitas
fueron combatidos por los enemigos de la Iglesia, y las calumnias que contra
ellos se levantaban siempre encontraban eco en ciertos católicos. Era notorio
que el arzobispo de París en la época, Mons. Affre, no los veía
con buenos ojos, y muchos de los dirigentes del partido católico eran
francamente sus adversarios. En el interior de L’Univers, las diferencias entre Veuillot y Montalembert llevó a
dividir su dirección entre el célebre periodista y el conde de Coux, enemigo
declarado de la Compañía de Jesús. Lacordaire y Foisset
también no estaban lejos de dar crédito a la campaña anti-jesuítica.
Al no estar permitida por la ley
y enfrentando en su contra una secular campaña de difamación y por lo menos la
mala voluntad de algunos dirigentes católicos, la Compañía de Jesús era blanco
ideal para Thiers y la universidad. Michelet, Edgar Quinet y Eugenio Sue
hicieron revivir las antiguas acusaciones contra los ignacianos, y poco a poco
Thiers desplazó el campo de la lucha, obligando a los católicos a ocuparse
menos de la libertad de enseñanza para defender la gran Orden tan injustamente
atacada.
Mientras tanto, el ministro de
instrucción pública Villemain tuvo
un ataque de locura, que se manifestó por la manía de persecución. Veía
jesuitas por todas partes, en las salas vacías, en las piedras de la calle, y
gritaba horrorizado que ellos lo acusaban de haber asesinado a su esposa. El
gobierno sustituyó a Villemain por Salvandy.
De acuerdo con Luis Felipe, el proyecto de enseñanza fue puesto de lado.
A su vez, la campaña contra los
jesuitas recrudeció, y todos los recursos de la corriente de los
“universitarios” fueron lanzados a la lucha. Veuillot, si bien obstaculizado
por el conde de Coux, se constituyó como siempre en uno de los campeones de la
defensa de la Compañía de Jesús y puso al descubierto todo el ridículo y la
mala fe de los adversarios de ésta. Por ejemplo, este es un comentario de gran
periodista a un discurso de VictorCousin:
“El Sr.
Cousin comenzó con un tono lastimero; se está muriendo; no salió de esta casa
sino para observar lo que está pasando; suplica s sus colegas que tengan piedad
de él y le permitan que hable en su lugar, porque va a desfallecer; todo en un
tono de partir las piedras, y con una gesticulación que haría sonreír a los
pares, a los funcionarios, a los espectadores. El niño que lleva el agua
azucarada va a contarlo a sus camaradas; las puertas se entreabren; de todos
lados, cabezas curiosas vienen a contemplar los desmayos del Sr. Cousin.
Terminada esa pequeña escena, nuestro moribundo entra en la materia con una voz
de trueno, y durante una hora se entrega a la indignación del más fogoso celo
universitario. Lo que él dice es… que es preciso expulsar a los jesuitas”.
A pesar del celo de Veuillot y Montalembert,
la difamación de los padres de San Ignacio aumentaba y la división de los católicos
se tornaba patente. Thiers, Odilón Barrot y otros líderes de la Cámara
resuelven entonces aprovechar la situación y proponer la disolución de la
Compañía en Francia. Thiers defendió el proyecto con la más refinada hipocresía,
pidiendo que las leyes sobre las congregaciones religiosas fuesen ejecutadas. Alegaba
que defendía la “augusta religión de su país” al reclamar la expulsión de los
jesuitas, culpados probablemente de agitación a respecto del monopolio de la
enseñanza. En vano los líderes católicos mostraron la improcedencia de esas
acusaciones. La expulsión fue aprobada por aplastadora mayoría.
La situación se complicó, y el
partido católico hizo proyectos para la resistencia. Un ilustre jesuita, el
padre Ravignan, sería
el hombre de la resistencia cuando se aplicó la ley. En primer lugar, se haría
un memorial bien fundamentado, que establecía los derechos de la Compañía. Si,
a pesar de eso, la ley fuese ejecutada y las casas cerradas, el padre Ravignan
resistiría y sería preso. Si fuese posible con que él permaneciese preso, sería
lo ideal. Berryer,
líder del partido monárquico, célebre abogado y orador, lo defendería. Si el
padre de Ravignan fuese condenado, se apelaría. Y así por delante. Los planes
eran buenos y el General de la Compañía bendijo la idea de resistir, pero el
partido ya estaba seriamente afectado por la división.
Luego después de la resolución de
la Cámara, comenzó a circular un rumor no desmentido de que el arzobispo de
París deseaba la expulsión; todavía más, que la ley fue un triunfo para él. Sabiendo
que la resistencia se organizaba, Mons. Affre se opuso a
ella, y declaró que si los padres jesuitas no se sometían a las leyes, se les
retiraría el poder de confesar. Montalembert se decidió entonces escribir al
arzobispo. Citamos algunos extractos de esa carta:
“Al creer en personas que se
dicen bien informadas, vuestra excelencia habría resuelto aprovecharse de las
medidas violentas que el gobierno proyectó contra los jesuitas, para reducirlos
al papel de padres administradores de las parroquias de París. Por otro lado,
se habría encargado de negociar con el resto del episcopado en el interés del
gobierno, y de prometer a los obispos, como precio de la adhesión tácita a la proscripción
de los jesuitas, la creación de un gran número de nuevas circunscripciones, la autorización
de un establecimiento de enseñanza dirigido por padres en cada diócesis, la restauración
de un cierto número de catedrales, en primer lugar la de Notre Dame de París. En
una palabra, la Iglesia de Francia consentiría, por su silencio, en el
sacrificio de la inocencia y de la virtud. Ese silencio sería pagado con
dinero, y el arzobispo de París sería el intermediario de ese nuevo género de
pacto entre la Iglesia y el Estado”.
Después de afirmar que no creía en
esos rumores, Montalembert pidió que el prelado saliese del silencio: “No se ve sin tristeza el contraste de esa conducta con la
de todos los otros obispos que tienen jesuitas en sus diócesis, y que habrían de
manifestar sus disposiciones. Se sabe que el arzobispo de Rouen, el obispo de
Metz y el obispo de Nantes declararon que sus palacios episcopales serían el
domicilio de los jesuitas cuando esas víctimas de la libertad eclesiástica fueran
expulsados de sus casas. Entre tanto, ninguno de esos obispos sancionó tanto
cuanto vos, monseñor, por su presencia y autoridad, la predicación de los
jesuitas; ninguno de ellos presidió, como vos, a un retiro de varios millares
de hombres, predicado por un jesuita; ninguno de ellos celebró la mayor fiesta
de este año de 1845, dando la santa comunión solemnemente ayudado por un
jesuita; ninguno de ellos, en fin, tuvo en el pasado motivos de quejas contra
los jesuitas, y por tanto no puede encontrar, en las leyes de la propia cortesía
mundana, un motivo bastante poderoso para no cubrirlos contra sus actuales
enemigos con una protección patente y generosa”.
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