La santa intransigencia, un aspecto de la Inmaculada Concepción
Plinio Corrêa de
Oliveira
Catolicismo, Nº 45 - septiembre
de 1954
Cuadro conmemorativo de la proclamación del dogma de la Inmaculada Concepción |
En la vida de la Iglesia, la
piedad es el asunto clave. Piedad bien entendida, que no sea la repetición
rutinaria y estéril de fórmulas y actos de culto, sino la verdadera piedad, que
es un don bajado del Cielo, capaz de, por la correspondencia del hombre,
regenerar y llevar a Dios las almas, las familias, los pueblos y las
civilizaciones.
Ahora bien, en la piedad católica
el asunto clave es, a su vez, la devoción a Nuestra Señora. Pues si es Ella el
canal por medio del cual nos vienen todas las gracias, y es por Ella que
nuestras oraciones llegan hasta Dios, el gran secreto del triunfo en la vida
espiritual consiste en estar íntimamente unido a María.
La humanidad, antes de Jesucristo,
se componía de dos categorías nítidamente diversas, los judíos y los gentiles.
Aquellos, constituyendo el Pueblo Elegido, tenían la Sinagoga, la Ley, el
Templo y la Promesa del Mesías. Estos últimos, dados a la idolatría, ignorantes
de la Ley, con falta de conocimiento de la Religión verdadera, yacían a la
sombra de la muerte, esperando sin saberlo, o movidos a veces por un secreto
impulso, al Salvador que debería venir. Entre los gentiles, aún se podrían
distinguir dos categorías: los romanos, dominadores del universo, y los pueblos
que vivían bajo la autoridad del Imperio. Un análisis de la época en que
ocurrió la venida del Mesías implica hacer el examen de la situación en que se
encontraba cada una de estas fracciones de la humanidad.
Poder, gloria y decadencia
Se habla mucho del valor militar
de los romanos y del brillo de las conquistas que hicieron. Es obvio que hay
mucho que admirar en ellos bajo este punto de vista. Pero una exacta
ponderación de todas las circunstancias históricas nos obliga a reconocer que,
si los romanos hicieron grandes conquistas, los pueblos que dominaron estaban
en su mayor parte viejos y gastados, dominados por sus propios vicios, y por
esto propensos a caer bajo el guante del primer adversario que se les opusiese.
Afirmación ésta válida tanto para Grecia cuanto para las naciones de Asia y de África,
excepción hecha tal vez de Cartago.
¿Qué es lo que había reducido a
ese estado de debilidad a tantos pueblos, otrora dominadores y llenos de
gloria? La corrupción moral. La trayectoria histórica de todos ellos es la
misma. Al inicio, se encontraban en un estado semi-primitivo, llevando una vida
simple, dignificada por una cierta rectitud natural. De ella les viene la
fuerza que les permite dominar a los vecinos y constituir un imperio. Pero con
la gloria viene la riqueza, con la riqueza los placeres, y con éstos la
disolución de costumbres. La disolución de costumbres trae a su vez la muerte
de todas las virtudes, la decadencia social y política y la ruina del imperio.
Y así, uno después de otro, fueron
apareciendo en el escenario histórico, creciendo hasta su pináculo y menguando,
los grandes pueblos del Oriente. Todas las naciones civilizadas que Roma venció
habían recorrido las diversas etapas de este ciclo. Ella misma las recorrió a
su vez. Las virtudes familiares de la Roma de la Realeza y de la República
aristocrática le dieron la grandeza. Al final de la República, el lujo comenzó
a depravar los caracteres y tuvo comienzo la decadencia. El Imperio, que es en
su comienzo una magnífica puesta de sol, se transforma gradualmente en pardo
crepúsculo sin gloria.
La humanidad en la noche
moral
Fue en el momento en que Roma
entraba en la fase aún áurea de esa ruta descendente, que Jesús nació. La
historia de los futuribles es peligrosa. En todo caso, es permitido indagar qué
habría ocurrido en el mundo mediterráneo, cuando Roma terminase su involución,
si el Verbo de Dios no se hubiese encarnado.
Hasta entonces, cada nación
civilizada pasaba el legado de su cultura al vencedor. Los persas, por ejemplo,
se nutrieron de la cultura asiro-babilónica y egipcia. Los griegos se nutrieron
de la cultura egipcia y persa, los romanos de la cultura griega. Y así,
caminando del Oriente hacia el Occidente, vino siendo transmitida la
civilización. Extinta Roma, ¿en qué manos quedaría el legado? En la de los
bárbaros. Pero la Historia prueba que, sin la participación de la Iglesia,
ellos no se habrían civilizado por ocasión de las invasiones, y así, sin
Jesucristo la caída de Roma habría sido el colapso de Occidente. Con el ocaso
de Roma, iniciado ya antes de Cristo, era todo Occidente que amenazaba con
desplomarse. Era el fin de una cultura, de una civilización, de un ciclo histórico.
Era un fin de mundo...
Ahora bien, el pueblo elegido
también estaba en su fin. Dos tendencias siempre se habían sobresalido en él.
Una quería permanecer fiel a la Ley, a la Promesa, a su vocación histórica,
confiando enteramente en Dios. Otra, empero, de poca fe, de poca esperanza, se
amedrentaba considerando la nula valía militar y política de los judíos en el
mundo antiguo.
Diferentes de todos los pueblos
por su raza, su lengua, su Religión, exiguos como población y territorio,
estaban los israelitas a punto de ser sumergidos ya antes de Cristo. La mejor
estrategia que los partidarios de la politique de la main tendue [política de
mano extendida] tenían en la Antigua Ley no consistía en resistir, sino en
ceder. De ahí una adaptación del pueblo elegido al mundo gentílico, la
penetración subrepticia de doctrinas exóticas en la Sinagoga, la formación de
un sacerdocio sin fibra, sin espíritu de sacrificio, dispuesto a todo para
vegetar indolentemente a la sombra del Templo, y la propensión de una inmensa
mayoría de judíos a seguir esta política.
Los líderes de esta tendencia
ocupaban todo, invadían todo, dominaban todo. Con la epopeya de los Macabeos,
había terminado la influencia de los partidarios de la integridad israelita.
Éstos eran en el tiempo de Cristo apenas unos raros hombres de elección, que
aquí y allá suspiraban y lloraban en la sombra, a la espera del Día del Señor.
Los otros abrieron los brazos al enemigo dominador. El pueblo elegido había
caído también bajo el yugo romano. Era también un fin. La noche, la noche moral
del obscurecimiento de todas las verdades, de todas las virtudes, había caído
sobre el mundo entero, gentilidad y Sinagoga...
En aquella época
tenebrosa...
Fue en ese colmo de males, en ese
ambiente opuesto a todo bien, que nació la más santa de las criaturas, la Llena de Gracias, que todas las naciones
habrían de llamar Bienaventurada. Pues ya era ésta, en líneas generales, la
situación en la época en que vino al mundo la Santísima Virgen.
Las proporciones de un artículo
como éste no permiten una descripción pormenorizada del cuadro moral del mundo
romano. Lo que además no sería muy necesario, pues ese cuadro es generalmente
conocido. En toda la extensión del Imperio, aristocracias nacionales en el
último estado de descomposición moral se mezclaban con aventureros enriquecidos
en los negocios, en la política o en la guerra, con libertos llevados a la
cumbre de la influencia por el favoritismo, con actores y atletas famosos, en
una vida de continuos placeres, en que los decadentes traían toda la languidez
de su spleen, los aventureros todas las disoluciones de sus apetitos aún mal
cebados, los favoritos, los actores y los atletas todo el ambiente de
adulación, de insolencia, de intriga, de falsedad, de politiquería gracias al
cual se mantenían.
Augusto, en cuyo reinado nació
Jesucristo, intentó en vano detener el paso a todos esos abusos, que en su
tempo iban tendiendo a afirmarse de modo alarmante. Nada consiguió de duradero.
En contraposición con esta élite
—si es que así se la puede llamar— estaba un mundo incontable de esclavos de
todas las naciones, de trabajadores manuales miserables, corrompidos al peso de
sus propios vicios y de los ejemplos venidos de lo alto. Hambrientos,
maltratados, codiciosos, ociosos, querían deponer a sus amos, menos por la
indignación que les causaban sus excesos que por el pesar de no poder llevar la
misma vida que ellos. Todo un cuadro, en fin, que no es preciso tener gran
cultura para conocer, ni mucha finura para sentir en su realidad vital, pues no
difiere sensiblemente de los días tenebrosos en que vivimos...
...la Obra Maestra de la
naturaleza
Pues bien, mientras esto era el
mundo antiguo, ¿quién era la Santísima Virgen, que Dios creó en aquella época
de omnímoda decadencia? — La más completa, intransigente, categórica,
incontestable y radical antítesis del tiempo.
El vocabulario humano no es
suficiente para expresar la santidad de Nuestra Señora. En el orden natural,
los santos, los Doctores de la Iglesia la comparan al sol. Pero si hubiese
algún astro inconcebiblemente más brillante y más glorioso que el sol, es a ese
astro que la compararían. Y acabarían por decir que ese astro daría de Ella una
imagen pálida, defectuosa, insuficiente.
En el orden moral, afirman que
Ella transcendió ampliamente todas las virtudes, no sólo de todos los varones y
matronas insignes de la Antigüedad, sino —lo que es inmensamente más— de todos
los santos de la Iglesia Católica. Imagínese una criatura que tenga todo el
amor de San Francisco de Asís, todo el celo de Santo Domingo de Guzmán, toda la
piedad de San Benito, todo el recogimiento de Santa Teresa, toda la sabiduría
de Santo Tomás, toda la intrepidez de San Ignacio, toda la pureza de San Luis
Gonzaga, la paciencia de un San Lorenzo, el espíritu de mortificación de todos
los anacoretas del desierto: no llegaría a los pies de Nuestra Señora.
Más aún. La gloria de los ángeles
tiene algo de incomprensible al intelecto humano. Cierta vez, se le apareció a
un santo su Ángel de la Guarda. Tal era su gloria, que el santo pensó que se
trataba del propio Dios, y se disponía a adorarlo, cuando el ángel le reveló
quién era. Pues bien, los Ángeles de la Guarda no pertenecen habitualmente a
las más altas jerarquías celestiales. Y la gloria de Nuestra Señora está
inconmensurablemente por encima de todos los coros angélicos.
¿Podría haber contraste mayor
entre esta Obra Maestra de la naturaleza y de la gracia, no sólo indescriptible
sino hasta inconcebible, y el charco de vicios y miserias que era el mundo
antes de Cristo?
La Inmaculada Concepción
A esta criatura dilecta entre
todas, superior a todo cuanto fue creado, e inferior solamente a la Humanidad
Santísima de Nuestro Señor Jesucristo, Dios le confirió un privilegio incomparable,
que es la Inmaculada Concepción.
En virtud del pecado original, la
inteligencia humana se volvió sujeta a errar, la voluntad quedó expuesta a
desfallecimientos, la sensibilidad quedó presa de las pasiones desarregladas,
el cuerpo por así decirlo fue puesto en estado de rebeldía contra el alma.
Ahora bien, por el privilegio de
su Concepción Inmaculada, Nuestra Señora fue preservada de la mancha del pecado
original desde el primer instante de su ser. Y, así, en Ella todo era armonía
profunda, perfecta, imperturbable. El intelecto jamás expuesto a error, dotado
de un entendimiento, una claridad, una agilidad inexpresable, iluminado por las
gracias más altas, tenía un conocimiento admirable de las cosas del Cielo y de
la Tierra. La voluntad, dócil en todo al intelecto, estaba enteramente vuelta
hacia el bien y gobernaba plenamente la sensibilidad, que jamás sentía en sí ni
pedía a la voluntad algo que no fuese plenamente justo y conforme a la razón.
Imagínese una voluntad
naturalmente tan perfecta, una sensibilidad naturalmente tan irreprensible,
ésta y aquélla enriquecidas y super-enriquecidas de gracias inefables,
perfectamente correspondidas en todo momento, y se puede tener una idea de lo
que era la Santísima Virgen. O, mejor dicho, se puede comprender por qué motivo
ni siquiera se es capaz de formar se una idea de lo que la Virgen era.
“Inimicitias ponam”
Dotada de tantas luces naturales y
sobrenaturales, Nuestra Señora conoció por cierto la infamia del mundo en sus
días. Y con ello sufrió amargamente. Pues cuanto mayor es el amor a la virtud,
tanto mayor es el odio al mal.
Ahora bien, María Santísima tenía
en sí abismos de amor a la virtud, y, por lo tanto, sentía forzosamente en sí
abismos de odio al mal. María era pues enemiga del mundo, al cual vivió ajena,
segregada, sin ninguna mezcla ni alianza, vuelta únicamente hacia las cosas de
Dios.
El mundo, a su vez, parece no
haber comprendido ni amado a María. Pues no consta que le hubiese tributado
admiración proporcionada a su hermosura castísima, a su gracia nobilísima, a su
trato dulcísimo, a su caridad siempre compasiva, accesible, más abundante que
las aguas del mar y más suave que la miel.
¿Y cómo no habría de ser así? ¿Qué
comprensión podría haber entre Aquella que era toda del Cielo y aquellos que
vivían sólo para la tierra? ¿Aquella que era toda fe, pureza, humildad,
nobleza, y aquellos que eran todos idolatría, escepticismo, herejía,
concupiscencia, orgullo, vulgaridad? ¿Aquella que era toda sabiduría, razón,
equilibrio, sentido perfecto de todas las cosas, templanza absoluta y sin
mancha ni sombra, y aquellos que eran todos exceso, extravagancia,
desequilibrio, sentido equivocado, cacofónico, contradictorio, hiriente a
respecto de todo, e intemperancia crónica, sistemática, vertiginosamente
creciente en todo? ¿Aquella que era la fe llevada por una lógica diamantina e
inflexible a todas sus consecuencias, y aquellos que eran el error llevado por
una lógica infernalmente inexorable, también a sus últimas consecuencias? ¿O
aquellos que, renunciando a cualquier lógica, vivían voluntariamente en un
pantano de contradicciones, en que todas las verdades se mezclaban y se
corrompían en la monstruosa interpenetración con todos los errores que les son
contrarios?
Inmaculada es una palabra
negativa. Significa etimológicamente la ausencia de mácula, y pues de todo y
cualquier error por menor que sea, de todo y cualquier pecado por más leve e
insignificante que parezca. Es la integridad absoluta en la fe y en la virtud.
Es por lo tanto la intransigencia absoluta, sistemática, irreductible, la
aversión completa, profunda, diametral a toda especie de error o de mal. La
santa intransigencia en la verdad y en el bien es la ortodoxia, la pureza, al
estar en oposición a la heterodoxia y al mal. Por amar a Dios sin medida,
Nuestra Señora correspondientemente amó de todo corazón todo cuanto era de
Dios. Y porque odió sin medida al mal, odió sin medida a Satanás, a sus pompas
y sus obras, al demonio, al mundo y a la carne.
Nuestra Señora de la Concepción es
Nuestra Señora de la santa intransigencia.
Verdadero odio y amor
Por esto, Nuestra Señora rezaba
sin cesar. Y según tan razonablemente se cree, Ella pedía el advenimiento del
Mesías y la gracia de ser una sierva de aquella que fuese escogida para ser
Madre de Dios.
Pedía al Mesías, para que viniese
Aquel que podría hacer brillar nuevamente la justicia sobre la faz de la
Tierra, para que se levantase el Sol divino de todas las virtudes, golpeando
por todo el mundo a las tinieblas de la impiedad y del vicio.
Nuestra Señora deseaba, es cierto,
que los justos que vivían en la Tierra encontrasen en la venida del Mesías la
realización de sus deseos y de sus esperanzas, que los vacilantes se
reanimasen, y que de todos los países, de todos los abismos, almas tocadas por
la luz de la gracia levantasen vuelo a las más altas cumbres de la santidad.
Pues éstas son por excelencia las victorias de Dios, que es la Verdad y el
Bien, y las derrotas del demonio, que es el jefe de todo error y de todo mal.
La Virgen quería la gloria de Dios
por esa justicia, que es la realización en la Tierra del Orden deseado por el
Creador. Pero, pidiendo la venida del Mesías, Ella no ignoraba que Él sería la
piedra de escándalo, por la que muchos se salvarían y muchos recibirían también
el castigo de su pecado. Este castigo del pecador empedernido, este
aniquilamiento del impío obcecado y endurecido, Nuestra Señora también lo deseó
de todo corazón, y fue una de las consecuencias de la Redención y de la
fundación de la Iglesia, que Ella deseó y pidió como nadie. “Ut inimicus Sanctae Ecclesiae humiliare
digneris; te rogamus, audi nos” [Para que os dignéis humillar a los
enemigos de la Santa Iglesia; te rogamos, óyenos], canta la Liturgia. Y antes
que la Liturgia, por cierto el Corazón Inmaculado de María ya elevó a Dios
súplica análoga, por la derrota de los impíos irreductibles.
Admirable ejemplo de verdadero
amor, de verdadero odio.
Omnipotencia suplicante
Virgen del Apocalipsis, Monasterio de la Concepción, Ñaña |
Dios quiere las obras. Él fundó la
Iglesia para el apostolado. Pero por encima de todo quiere la oración. Pues la
oración es la condición de fecundidad de todas las obras. Y quiere como fruto
de la oración, la virtud.
Reina de todos los apóstoles,
Nuestra Señora es sin embargo principalmente modelo de las almas que rezan y se
santifican, la estrella polar de toda meditación y vida interior. Pues, dotada
de una virtud inmaculada, Ella hizo siempre lo que era más razonable, y si
nunca sintió en sí las agitaciones y los desórdenes de las almas que sólo aman
la acción y la agitación, nunca experimentó en sí, tampoco, las apatías y las
negligencias de las almas flojas que hacen de la vida interior un cortaviento a
fin de disfrazar su indiferencia por la causa de la Iglesia. Su alejamiento del
mundo no significó un desinterés por el mundo. ¿Quién hizo más por los impíos y
por los pecadores que Aquella que, para salvarlos, voluntariamente consintió en
la inmolación crudelísima de su Hijo infinitamente inocente y santo? ¿Quién
hizo más por los hombres que Aquella que consiguió que se realizase en sus días
la promesa del Salvador?
Pero, confiante sobre todo en la
oración y en la vida interior, ¿no nos dio la Reina de los Apóstoles una gran
lección de apostolado, haciendo de una y otra su principal instrumento de
acción?
Aplicación a nuestros días
Tanto valen a los ojos de Dios las
almas que, como Nuestra Señora, poseen el secreto del verdadero amor y del
verdadero odio, de la intransigencia perfecta, del celo incesante, del espíritu
de renuncia completo, que propiamente son ellas las que pueden atraer al mundo
las gracias divinas.
Estamos en una época parecida con
la de la venida de Jesucristo a la Tierra. En 1928 escribió el Santo Padre Pío
XI que el espectáculo de las desgracias contemporáneas “es tan triste que por estos acontecimientos parecen manifestarse los
principios de aquellos dolores que habían de preceder al hombre de pecado que
se levanta contra todo lo que se llama Dios o que se adora” (Encíclica Miserentissimus Redemptor, del 8 de mayo
de 1928).
¿Qué diría hoy?
Y a nosotros, ¿qué nos compete
hacer? — Luchar en todos los terrenos permitidos, con todas las armas lícitas.
Pero antes que nada, por encima de todo, confiar en la vida interior y en la
oración. Es el gran ejemplo de Nuestra Señora.
El ejemplo de Nuestra Señora, sólo
se puede imitar con el auxilio de Ella. Y el auxilio de Nuestra Señora, sólo se
puede conseguir con la devoción a Ella. Pues bien, ¿qué mejor forma de devoción
a María Santísima puede haber que pedirle, no sólo el amor de Dios y el odio al
demonio, sino aquella santa entereza en el amor al bien y en el odio al mal, en
una palabra, aquella santa intransigencia que tanto resplandece en su
Inmaculada Concepción?
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