LA REVOLUCIÓN PROVOCA
LA CORRUPCIÓN MORAL…
Y no solamente
corrupción que emana necesariamente de la irreligión revolucionaria, sino
corrupción voluntaria y cuasi-sistemática, reconociéndose como tal en múltiples
declaraciones.
“Peca fuertemente y
cree más aún”. No pretendemos entablar una discusión con Lutero por este dicho.
Sin embargo, fue la señal de las perversiones que mancillaron los comienzos del
protestantismo. Lo que tal fórmula autorizaba, el jansenismo, a su vez (es un
hecho), lo provocará. Y el jansenismo es casi la Revolución. Alianza de los
peores libertinos con los herejes, más aparentemente austeros; era precisa esta
coalición para quebrantar lo que se quería derruir.
Apología
incondicional del placer y repulsa de toda moral, tal será la lección muy
explícita de los Enciclopeditas. Nadie ignora, además, que bajo la pluma de los
pretendidos “filósofos” franceses o ingleses del siglo XVIII pulularán las
máximas de la inmortalidad más provocativa.
El ideal del “buen
salvaje”, incesantemente propuesto, ideal imaginario, más preocupado de la
propaganda por las ideas nuevas que de una exacta observación de los pueblos
calificados de “salvajes”, este ideal[1]
ofrecía, se estará de acuerdo, numerosos recursos a los partidarios de eso que
todavía no se llamaba “unión libre”. Sabiendo es hasta dónde habían de llegar
las cosas, bajo la Revolución, después de la autorización del divorcio.
Corrupción moral
característica[2],
podemos decir, y para algunos, propuesta sistemáticamente, como lo prueban
ciertos documentos comunicados por el Vaticano a Cretineau-Joly, quien los
publicó a petición de Gregorio XVI[3] y
de Pío IX.
“Para propagar la luz
—escribe Piccolo-Tigre en una carta del 18 de enero de 1822 a una Venta (68
bis) del Piamonte— se ha juzgado bueno y útil dar impulso a todo lo que
aspira a revolverse. Lo esencial es aislar al hombre de su familia y hacerle
perder la moral familiar.
“Por inclinación de
su carácter está bastante dispuesto a huir de los cuidados de la casa, a correr
tras placeres fáciles y gozos prohibidos. Le gustan las largas charlas de café,
la ociosidad de los espectáculos. Animadle, sostenedle, dadle cierta
importancia, enseñadle directamente a aburrirse en sus trabajos cotidianos; y
gracias a este artificio, después de haberle separado de su mujer y de sus
hijos, y de haberle hecho ver lo penosos que son todos los deberes, le
inculcáis el deseo de otra existencia. Una vez que hayáis insinuado en algunas
almas la repugnancia a la familia y a la religión (una va casi siempre a
continuación de otra), deslizad algunas palabras que provocarán el deseo de
estar afiliado a la logia más próxima. Esta vanidad del ciudadano o del burgués
de enfeudarse en la francmasonería es tan universal que estoy siempre en
éxtasis ante la estupidez humana”.
En el segundo volumen
de su obra “L’Eglise romaine en face de
la Revolution” Crétineau-Joly publica otra carta de un miembro de la alta
Venta[4]:
“Ni el catolicismo ni las monarquías —se lee— temen ya a los puñales mejor
afilados; pero estas dos bases del orden social pueden derrumbarse bajo la
corrupción: por tanto, no nos cansemos nunca de corromper. Tertuliano decía,
con razón, que la sangre de los mártires engendraba cristianos. Está decidido en
nuestros consejos que no queremos más cristianos; por tanto, no hagamos
mártires, pero popularicemos el vicio en las multitudes. Que lo respiren por
los cinco sentidos, que lo beban, que se saturen del vicio; y esta tierra,
donde el Aretino ha sembrado, está siempre dispuesta a recibir lúbricas
enseñanzas. Haced corazones viciosos y no tendréis más católicos. Alejad al
sacerdote del trabajo del altar y de la virtud; buscad hábilmente a ocupar en
otra parte sus pensamientos y sus horas; tornadle ocioso, glotón y patriota: se
volverá ambicioso, intrigante y perverso. De esta forma habréis cumplido mil
veces mejor vuestro deber que si hubieseis despuntado vuestros puñales sobre
los huesos de algún pobre diablo…
“Hemos emprendido la
corrupción en gran escala, la corrupción del pueblo por el clero y la del clero
por nosotros, la corrupción que debe conducirnos a llevar un día a la Iglesia a
la tumba. Oí tiempo atrás a uno de nuestros amigos reírse filosóficamente de
nuestros proyectos y decirnos: “Para aniquilar el catolicismo hay que empezar
por suprimir a la mujer”. La frase es cierta en un sentido, pero puesto que no
podemos suprimir a la mujer, corrompámosla con la Iglesia Corruptio optimi pessima. El objetivo es bastante atrayente para
tentar a hombres como nosotros. No nos apartemos del mismo por algunas
miserables satisfacciones de venganza personal. El mejor puñal para herir a la
Iglesia es la corrupción”.
¿Cómo no estar
abrumado por tanta perfidia? Quizá alguna sospecha asalte a nuestro espíritu.
Ciertamente ésta sería legítima si no fuera porque contamos con garantías
seguras[5].
Aún más: la historia lo ha confirmado.
Desde que estos
textos fueron publicados por vez primera la empresa o campaña de corrupción se
ha desarrollado implacablemente, y para descubrirla no es preciso acudir al
texto de documentos extraídos de archivos secretos, ya que se exhibe,
victoriosa, a la vista de todos. ¿Por qué poner en duda el criminal proyecto
cuando el crimen es manifiesto? Las pruebas, por añadidura, no faltan. En la imposibilidad
en que nos encontramos de mencionarlas todas nos contentaremos con algunas.
Corrupción de la
mujer, se acaba de decir. Ahora bien, en el periódico “L’Emeute”, de Lyon (del 7-XII-1883), se podía leer: “Ya es hora de
reforzar nuestros batallones con todos los elementos que compartan nuestros
odios… Las mujeres públicas serán poderosos auxiliares; irán a buscar hasta los
regazos de sus madres a los hijos de familia para empujarles al vicio, incluso
al crimen; se podrán al servicio de las hijas de los burgueses para poder
inculcarles pasiones vergonzosas… Esta podrá ser la obra de las mujeres unidas
a la Revolución”.
El primer autor de la
ley que creó los liceos de señoritas, Camille Sée, ha declarado que la obra de
descristianización de Francia no triunfaría plenamente sino cuando todas las
mujeres hubieran recibido la educación laica. “Mientras que la educación de las
mujeres —dijo en su informe en la Cámara de 1880— termine con la instrucción
primaria, será casi imposible vencer los prejuicios, la superstición, la
rutina” (entiéndase: las tradiciones católicas, el dogma, la moral).
En enero de 1906 el
renegado Charbonnel tuvo una entrevista con el ministro de Instrucción Pública.
El H\ Bienvenu
Martin. “La Raison” dio cuenta de
ello: “Viajo mucho —dijo el ministro— por una causa que siento profundamente,
la educación de las jóvenes. He ido a inaugurar numerosos liceos y colegios
para ellas. Arrancaremos a la mujer del convento y de la Iglesia. El hombre
hace la ley, la mujer hace las costumbres. Al oír estas palabras —dijo
Charbonnel— salté de júbilo”.
Ahora bien: en este
caso la iniciativa había sido tomada por las logias.
El 6 de septiembre de
1900 el Convento del Gran Oriente de Francia sometió “al estudio de las logias
la búsqueda de los medios más eficaces para instaurar la influencia de las
ideas masónicas sobre las mujeres, intentar sustraerlas a la influencia de los
sacerdotes y crear, en consecuencia, instituciones aptas para alcanzar esta
finalidad”[6].
Para ejecutar esta
resolución y otras semejantes el consejo de la Orden dirigió a todas las logias
una circular (núm. 13), de fecha 15 de diciembre de 1902, diciéndoles: “El
poder del clericalismo ha sido desarrollado y consolidado gracias a la mujer y
es también gracias a ella que esta potencia malhechora se mantiene y se ejerce.
Es, pues, preciso oponer a la mujer alimentada de ideas falsas y de
supersticiones ridículas, la mujer fuerte, la mujer masónica”[7].
Sabemos lo que esto
significa.
Ya se trate de la
apología de la unión libre, de la introducción y del desarrollo del neomaltusianismo en
Francia[8] y
en el mundo, del desarrollo de las modas contrarias a la modestia, de la
invasión de la literatura pornográfica, de la pretendida educación sexual,
etc., sabemos cuál fue la acción determinante si no la complicidad de las
logias. ¡Sí! Obra sistemática y continua de corrupción moral. Del ideal
propuesto por Helvetius[9] a
la obra reeditada por León Blum en el momento en que, en una hora típicamente
revolucionaria, era el jefe del gobierno francés, es imposible no observar una
voluntad de corrupción verdaderamente demasiado estable para que no se la pueda
llamar “esencial” a la Revolución[10].
Hasta ahora hemos
renunciado a hacer la menor referencia al comunismo. La materia sería demasiado
abundante. Conozcamos, al menos, la repulsa de Lenin hacia la moral que pudiera
recordar, de cerca o de lejos, al Decálogo[11]. De
hecho, y a despecho de la oposición que él y los suyos pretenden levantar
contra los vicios de la sociedad burguesa, en ellos se descubren las mismas
infamias que la moral cristiana prohíbe tanto al burgués como a los
proletarios; la santidad y la virtud no han sido nunca consideradas por la
Iglesia como el monopolio de una clase[12].
No vemos nada que prohíba
suscribir lo que un secretario de Mazzini, Scipion Pertrucci, tuvo la franqueza
de decir a Paul Ripari el 2 de abril de 1849: “Somos un gran partido de
puercos. Esto, en familia se puede decir”.
Vea los capítulos publicados haciendo clic aquí: Paraque Él reine
[1] No recomendaremos nunca
demasiado la lectura de la obra maestra de Paul Hazard “La crise de la conscience européenne” (Boivin, edit.) Cf. p. 13:
“Como los cartógrafos antiguos dibujaban, sobre los continentes, plantas,
animales y hombres, sobre el mapa intelectual del mundo (en esta época:
1680-1715) señalemos el lugar y la importancia del Buen Salvaje. No es que el
personaje sea nuevo, pero en este tiempo que estudiaremos, entre uno y otro
siglo, toma definitivamente su forma y se vuelve agresivo…”. Se haría mal en
menospreciar la influencia de esta manía. Pero, como ha podido escribirlo Blanc
de S. Bonnet: “Tomar al salvaje por el hombre primitivo, en consecuencia,
imaginarse que el estado salvaje es para el hombre un estado natural o un principio
y no un derecho de civilización y más tarde concluir que los pueblos se han
elevado por sí mismos al estado social, tales son los yerros de este siglo…” (“Préliminaires du libre de la chute”).
Sin ninguna duda, era promover una jerarquía de valores tendentes a trastocar
el mismo orden de las cosas y proponer la decadencia moral como ideal. “No
multiplicaremos los textos para comprobarlo. En veinte, quizás en cien lugares
de sus obras, Rousseau prefiere el estado de los pueblos salvajes al de las naciones
civilizadas, porque está más conforme con el estado de naturaleza. Weishaupt
proclama varias veces que los salvajes son, en el más alto grado, los más
esclarecidos de los hombres y quizás también los únicos libres”. Kropotkin
declara que los “principios de la verdadera moral no se encuentran más que en
las tribus “apartadas” los confines del mundo civilizado… La mayor parte de los
autores francmasones exaltan a los salvajes con elogios singulares, aunque la
mayoría que las califican así, respetaban, al menos la ley natural, pero la
distancia y la imaginación permiten “realizar” entre “salvajes”, a veces
teóricos, la peor licencia de costumbres que ellos sueñan. Entre todos, los
nómadas gustan especialmente a los sectarios. Pero los más admirados son los
que se distinguen por una gran libertad de costumbres: “En Malabar y en
Madagascar, si todas las mujeres son verdaderamente mujeres (?), es porque
satisfacen sin escandalo sus fantasías y tienen mil galanteadores. En el reino
de Baltimera, toda mujer, fuere cual fuere su condición está incluso obligada
por la ley, y bajo pena de muerte, a ceder al amor de cualquiera que la desee.
Una negativa es para ella una condena de muerte”. (Helvetius, “De l’esprit”, Disc. II). La tribu de los
Moïs ha conservado, sin duda, más plenamente la libertad de la naturaleza. “En
ciertas tribus —decía un periódico masónico, “La pensé nouvelle” (29-12-1867)— la familia no es sino un círculo
sumamente elástico del que el marido y la mujer salen cuando quieren. El método
matrimonial de los Moïs, tribus de Conchinchina, es perfectamente sencillo y
conforme a la naturaleza; difiere poco de la conducta ordinaria de los
animales…”. ¡Los animales propuestos como ideal al hombre! Por inaudito que un
tal exceso parezca, no nos faltan las citas con que poderlo ilustrar. “Los
animales tienen, naturalmente, respecto de nosotros —ha dicho Voltaire—, la
ventaja de la independencia”. “En ese estado natural del que gozan todos los
cuadrúpedos sin domesticar, los pájaros y los reptiles —prosigue— el hombre
sería tan dichoso como ellos”. Y Brisot, en sus “Recherches sur la droit de proprieté et sur le vol”: “El animal es
tu semejante, ¡oh hombre! Quizá sea tu superior: lo es, si es verdad que los
dichosos son los cuerdos”. (Cf. “La cité
antichrétiene”, de Dom Paul Benoit, II parte, t. I, pp. 88 a 94). Nadie
podrá encontrar excesivo, después de esto, el juicio de Taine sobre la
Revolución: “El trastrocamiento es completo —escribe—: sometida Francia el
gobierno revolucionario, se asemeja a una criatura humana a quien se obligara a
caminar sobre la cabeza y a pensar con los pies”. (“La Revolution”, t. III, p. 460). Asimismo los pedagogos se
mezclarán también, como parece probarlo el título de una obra recomendada por “Le Moniteur” del 17 de noviembre de 1794,
para la educación de la infancia y de la juventud: “Instrucciones sacadas de
ejemplos de los animales sobre los deberes de la juventud, para uso de las
escuelas primarias, seguidas de observaciones sobre las ventajas de la
república”.
[2] Verdad es que la inmoralidad
no fue solo patrimonio de los revolucionarios, pues, desgraciadamente,
demasiados católicos dieron y siguen dando buen número de tristes ejemplos.
Pero éste no es un acertado planteamiento del problema. No se debe comparar más
que lo comparable. Es absurdo, en consecuencia, poner en parangón tal católico
malo con un revolucionario, bonachón y simpático. No autoriza formar juicio
tomar lo malo de uno y lo mejor del otro. Si se ha de juzgar acertadamente, hay
que hacer resaltar en ambas partes lo comparable: los hombres que se
representan, de una parte y de otra, como personajes representativos, los
mejores, los héroes, los grandes hombres. Del lado de la Iglesia, sabemos
cuáles son. Son los santos; héroes cristianos por excelencia y que la Iglesia
reconoce oficialmente como tales. Del lado de la Revolución, la duda es todavía
menos posible. Las placas de nuestras calles están a menudo mancilladas de
nombres cuyo recuerdo merece muy poco el ser perturbado. Basta con comparar.
Ahora bien, no es posible para un espíritu, relativamente imparcial, vacilar
sobre la equivalencia eventual y el análogo valor moral de un Stalin y de un
San Luis, de un Lenin y de un San Ignacio, de un Robespierre y de un San
Vicente de Paul, de un Ferdinand Buisson y de un San Pío X, de un Mazzini y de
un Pío IX, etc. ¡Y qué decir de tantos otros que no dejan de estar ofrecidos,
sin embargo, a la admiración popular al título de “grandes antepasados”!
Mirabeau vendió a la corte su influencia por una pensión de 40.000 libras por
semana y un ministerio o una embajada de su elección. Danton contrató
compromisos semejantes por 100.000 escudos. Un mes antes de la muerte de Luis
XVI, prometía trabajar para salvar al príncipe si le daban un millón. Brissot
pedía doce millones en metálico, en papel en el extranjero, con un pasaporte,
para impedir la insurrección del 10 de agosto. Sieyès ofreció dos veces sus
servicios a la corte, la primera vez por una abadía de 12.000 libras de renta,
la segunda por una abadía de 24.000. Isnard, Vergniaud, Guadet, Fouché,
consentían en 1791, vender sus votos y su influencia, cada uno de ellos por una
pensión de 6.000 libras al mes. La Revolución, según testimonio de Taine (“La Revolution”, t. III, p. 397), “se
apoderó de los tres quintos de los bienes raíces de Francia, arrancó a las
comunidades y a los particulares de diez a doce mil millones de valores
mobiliarios, llevó la deuda pública, que no llegaba a cuatro mil millones en
1789, a más de cincuenta mil millones” (Cf. Dom Paul Benoit, opus cit., II parte, t. II, p. 33)
[3] Cf. monseñor Delassus, opus cit., p. 325: “Casi al final de su
pontificado, el Papa Gregorio XVI, asustado al observar cómo se redoblaba la
actividad en las sociedades secretas, quiso, pocos días antes de su muerte,
desenmascararlas ante toda Europa. Para eso puso sus ojos en Crétineau-Joly. El
20 de mayo de 1846 le escribió a través del cardenal Lambruschini pidiéndole
que fuera a Roma… Le entregó, para este trabajo, por medio del cardenal
Berneti, antiguo secretario de Estado, los documentos que poseía sobre la
materia y lo acreditó junto a las cortes de Viena y de Nápoles para que le
facilitasen copias de otros documentos depositados en sus archivos secretos”.
Mil presiones se ejercieron en seguida sobre Crétineau-Joly para forzarle al
silencio. El mismo Pío IX, asustado por los peligros que atravesaba el
historiador, se lo aconsejó. Y solamente en 1849, mientras el Papa estaba en
Gaeta, el cardenal Fornari, nuncio en París, invitó al historiador a
reemprender su trabajo. Después de muchas vicisitudes, la mayor parte de los
documentos aparecieron en la “Histoire du
Sonderbund” y en “L’Eglise romaine en
fase de la Revolution”.
(68
bis) Venta:
organización secreta contra la Iglesia.
[4] Vindice a Nubius (dos
seudónimos), Castellamare, 9 de agosto de 1838. Cf. Crétineau-Joly, opus cit., t. II, p. 148.
[5] Algunos han querido poner en
duda, en efecto, la autenticidad de las cartas publicadas por Crétineau-Joly,
pero podemos contestar con monseñor Delassus (opus cit., p. 328) que “la declaración del secretario de “Cartas latinas” y el breve de Pío IX,
impresos en el encabezamiento de la obra, en pleno reinado del santo pontífice,
son para nosotros una garantía de la completa fidelidad de los documentos
insertados. No sin razón, pues, Claudio-Jannet ha dicho, en su introducción a
la obra del P. Deschamp, “Les sociétés
secrètes el la Societé”: “Ningún documento histórico ofrece más garantía de
autenticidad”. Si hiciese falta nueva prueba de sinceridad, se encontraría en
el empleo que la Civilta cattolica
hizo de estos documentos antes los ojos del Papa, en 1879. Se puede añadir que
L. Blanc (¡incluso!) hizo entrar en su “Histoire
des dix ans” cartas de uno de los miembros de la Alta Venta, Menotti,
cartas dirigidas, el 29 de diciembre de 1830 y el 12 de julio de 1831, a uno de
los hermanos en conjuración, Misley, y publicadas por Crétineau-Joly
[6] Memoria de la “tenida” de
1900, p. 166.
[7] Citado por Mons. Delassus, “La Conjuration Anti-Chrétienne”, p. 399.
Cf.: “Para matar a la Iglesia, no hay más que coger al niño y corromper a la
mujer” (Heine). – “El que tiene a la mujer lo tiene todo, primeramente porque
manda en el niño, y después, igualmente en el marido” (Jules Ferry). – “Los
comunistas desean que la mujer se libere lo más pronto posible de su hogar, que
no se produzca en ella la maternidad más que de una forma consciente y
razonada”. (P. Semard, “L’Humanité”
del 8-11-24). En el congreso masónico-feminista de 1900 se pudo oír: “Nos hace
falta la coeducación de los sexos. Queremos la unión libre en el amor joven y
sano. El matrimonio podrá ser suprimido sin inconveniente. Libertad absoluta de
aborto…, etc.” – “Hay que destruir (en la mujer) el sentimiento instintivo y
egoísta del amor materno… La mujer no es más que una perra, una hembra, si quiere
hijos” (Congreso comunista del 16-11-22). Ver también “La fémme et l’enfant dans la Franc-maçonnerie”, por M. de la Rive
(1895).
[8] Los fascículos del 1 y 16 de
abril de 1909 de la “Reforme Sociale” publicaron una memoria de Pierret,
titulada “L’Oeuvre maçonnique de la dépopulation
en France”, en la que quedaba establecido de forma perentoria que el
movimiento neomaltusiano era querido por la masonería. “Pierre prueba —escribe
monseñor Delassus— que bajo la gran protección de ésta, con la colaboración declarada
de los personajes más eminente del partido masónico, se han fundado
asociaciones que tienden a esta finalidad. El H\ Robin está encuadrado por todo un grupo de políticos
cuyos nombres son tristemente conocidos: Aulard, Henri Berenger, Seailles,
Lucipia, Merlon, Fernand Gregh, Trouillot, Jaurès, etc. Y Pierret explica cómo
tomó contacto con este movimiento en una reunión de “Juventud laica” presidida
por Havet, del Instituto, y cuyos principales oradores eran nada menos que
Anatole France, de la Academia Francesa, el diputado Sembat y el no menos
diputado Ferdinand Buisson, que ha presidido durante mucho tiempo los destinos
de nuestra enseñanza oficial”. (Opus. cit.,
pp. 394, 395).
[9] Cf. supra, nota 66.
[10] Quizás se nos haga observar
que un tal cinismo inmoralista no es unánime en todos los partidarios de la
corriente revolucionaria. Esto es evidente. No es tampoco cuestión, aquí, de
dejar entender que todos los revolucionarios han sido corrompidos y corruptores
hasta este grado. Nos hemos limitado solamente a señalar algunas “constantes”
en la enseñanza y la acción de maestros indiscutibles. Y lo mismo que se puede
decir que la Iglesia es Santa (lo que no significa en absoluto que todos los católicos
sean), no tememos afirmar lo mismo que la Revolución es corruptora (lo que no
significa en absoluto que todos los revolucionarios lo sean en ese último grado
de corrupción que implica la lógica del sistema). Pero si todos no tienen el máximo
grado de corrupción, no se puede, sin embargo, negar que ésta es la enseñanza
de los maestros y de los jefes de la Revolución.
[11] “¿En qué sentido negamos
nosotros la moral, la ética? En el sentido que predica la burguesía, que deduce
la moralidad de los Mandamientos de Dios. Decimos que no creemos en Dios, y
sabemos muy bien que el clero, los hacendados, la burguesía invocan a la
Divinidad para defender sus intereses de explotadores. O bien, en lugar de
deducir la moralidad de los Mandamientos de la ética, de los Mandamientos de
Dios, la deducen de las frases idealistas, o semiidealistas, que, en fin de
cuentas, tienen igualmente el más gran parecido con los Mandamientos de Dios. Decimos
que nuestra moralidad está enteramente subordinada a los intereses de la lucha
de clases del proletariado”. En una palabra: la mentira no es ya un pecado. Lo es
si amenaza a los intereses de la lucha de clases del proletariado. Es virtuosa,
al contrario, si sirve a esos intereses. Está bien,
desde entonces, lo que sirve a la Revolución; está mal lo que se opone a ella o la obstaculiza… Y nosotros
decimos que una moral semejante es la negación misma de la moral y la peor corrupción.
[12] Otro ejemplo que señala bien
la permanencia del mismo ideal desde Hevetius hasta los actuales comunistas, es
el de ese profesor de filosofía de los Altos Pirineos denunciado, hace algunos
años, por monseñor Theas en el “Boletín
Religioso de la diócesis de Tarbes y Lourdes”. “El lunes, 24 de octubre,
leemos en él, un profesor de filosofía de los Altos Pirineos describía ante sus
alumnos los atractivos del régimen soviético, del que hay que prever el
advenimiento en Francia. Será la igualdad perfecta: para todos la misma
vivienda, la misma alimentación, el mismo traje, la misma cultura. El maestro
prosigue: Las mujeres serán comunes. Se le dirá a un hombre: “Esta noche te
acostarás con Adelaida”, y así lo hará. – “¿Y si el hombre no quiere?”, objeta
un alumno. “¡Si no quiere se le fusila!” Y monseñor Theas hace observar un poco
más lejos: “En la escuela está prohibido mantener un lenguaje cristiano, pero
está permitido dar una enseñanza positivamente atea. En la escuela no se pueden
vivificar las almas, pero se tiene el derecho de matarlas”. Tal es exactamente
la obra revolucionaria: esencialmente corruptora.
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