LAMARTINE,
MENTOR DE LA II REPÚBLICA
En todos los tiempos, la Iglesia tuvo que
luchar contra la tendencia de ciertos católicos de adaptar su doctrina y sus
principios a las ideas dominantes en la época. Esa tentación es constante, y es
causa de casi todas las herejías y desvíos doctrinarios que ya aparecieron. En Francia,
durante la Revolución, surgió la Iglesia Constitucional; en la Restauración, el
galicanismo volvió a causar preocupaciones a la Santa Sede; en el reinado de
Luis Felipe estuvo de moda el romanticismo y el culto al “hombre de bien” en el
católico. Con la república liberal de 1848 se consolidó el liberalismo católico,
que tiene como una de sus principales consecuencias la disolución de las
verdades y la adhesión de los fieles a toda novedad que esté de moda.
Desde 1848 en adelante la división entre
los católicos franceses se tornó nítida: de un lado los ultramontanos, del otro
los católicos liberales. Entre ambos, toda una legión de indefinidos
(centristas), quienes, ora favorecían el error ora lo combatían, pero
impidiendo siempre que el catolicismo liberal fuese completamente
desenmascarado. Para tener una visión clara de los hechos, es necesario
recordar lo que ocurrió en el campo político y cómo se constituyó la 2ª república,
pues en el siglo XIX hay una exacta correspondencia entre el católico liberal
dentro de la Iglesia con el republicano moderado en la política.
La república proclamada el 10 de agosto de
1792 fue impuesta por los revolucionarios, para que el pueblo se fuese
acostumbrando poco a poco con su tiranía. Es claro que ella no podría sobrevivir.
Incluso para que se mantuviera durante algunos años fue necesario recurrir al
Terror, a tal punto que fue un régimen contrario a los deseos del pueblo francés.
Hecha la experiencia, ella desapareció mansamente para que Napoleón, con el
prestigio de la gloria militar y bajo las apariencias de un imperio,
consolidase los errores de la Revolución francesa y le preparase el terreno
para el triunfo futuro.
En 1815 se produjo la Restauración. Si bien
Luis XVIII y Carlos X tuvieron “todo restablecido pero nada restaurado”, como
dijo Joseph de Maistre, la simple presencia de un Bourbon en el trono atrasó
considerablemente el desenvolvimiento de las ideas revolucionarias.
La república era el ideal político de los
partidarios de la Revolución francesa, si bien no lo proclamaban abiertamente. En
su gran mayoría los políticos franceses del siglo XIX eran republicanos, pero
dejaron la propaganda ostensiva a cargo de un pequeño grupo, que constituía el
partido republicano. Durante la Restauración, la posibilidad de proclamar la república
era tan lejana que sus adeptos, no pudiendo triunfar por sí mismos, se aliaron
a los remanentes del bonapartismo. Por medio de las logias masónicas —como los carbonarios en Italia, los descamisados en
España, etc.— se
lanzaron a las actividades subterráneas. Vivían ellos en complots y asesinatos,
formando una verdadera tropa de choque para las grandes logias masónicas, que
aparentemente apoyaban a los reyes legítimos.
La caída de Carlos X abrió nuevas
posibilidades. Aún no había ambiente para la instauración de la república, pero
estaba a la disposición de los republicanos un príncipe “dedicado a la causa de
la Revolución”, hijo de un regicida, y que tenía la gran ventaja de pertenecer
a la familia real. Sería una transacción óptima entre la monarquía y la
república, además de dar al pueblo la impresión de que se podía constituir una monarquía
sin reyes legítimos. Esa es la razón por la cual vemos a La Fayette, presidente
de los comités republicanos y jefe carbonario, preferir a Luis Felipe antes que
la república, cuando victoriosa la revolución de 1830.
En los primeros tiempos del reinado de
Luis Felipe, la mayoría de los miembros del partido republicano no comprendieron
el retroceso estratégico de sus jefes y redoblaron la violencia. A partir de
1840, entre tanto, mudaron completamente de actitud. Rompieron con los
bonapartistas, de quienes pensaban no necesitar más, renunciaron a las
actividades ilegales y procuraron moderar sus ideas, de modo de tornarlas
simpáticas. Repudiaron los excesos revolucionarios de 1792. Pasaron a buscar en
el Evangelio modelos de lenguaje, y ejemplos de vida social en los primeros
siglos de la Iglesia. Querían atraer de ese modo a los católicos de “corazón
tierno”.
Fue ese nuevo partido republicano el que
hizo la revolución de 1848. Ella vino en un momento de confusión general de las
ideas. En menos de cincuenta años Francia había sido república, imperio, monarquía
legítima y monarquía ilegítima. Republicanos como La Fayette defendieron la monarquía.
Monárquicos como Thiers pronunciaron discursos republicanos. Cuando nada hacía
prever la república, una revolución casi sin sangre la proclamó.
Uno de los primeros promotores de la 2ª República
fue Lamartine. Legitimista y católico ultramontano durante la Restauración,
favorable a Luis Felipe y vagamente deísta después de 1830, era esencialmente
un hombre sin ideas definidas. En uno de los banquetes que precedieron la revolución
del 48, Ledru-Rollin, jefe de los republicanos, citó a Lamartine como una de
las celebridades democráticas. Éste le respondió en los siguientes términos, en
un artículo de periódico:
“El discurso de Ledru-Rollin es de los más
elocuentes y más bien pensados que él haya pronunciado. El comunismo de
Ledru-Rollin es más o menos el nuestro, esto es, un inteligente amor al pueblo,
una viva pena por el sufrimiento de las masas, un resentimiento serio por las
injusticias de que ellas son víctimas bajo una legislación en que no tienen
voto ni representación, deseando, finalmente, la organización de instituciones
verdaderamente fraternas: descendiendo de lo alto para la parte baja de la
sociedad y sirviéndose de etapas para elevar —por la enseñanza, por el salario, por la asistencia universal del Estado— el nivel del trabajador al nivel del propietario y
del ciudadano. Este es el comunismo verdadero y saludable que no mata la
propiedad, pero que la fortifica multiplicándola”.
Era natural que, no deseando presentarse a
la cabeza de la nueva república, el partido republicano fuese a procurar en
Lamartine al jefe que necesitaba. Sin principios definidos, gran nombre de la
literatura y repleto de vanidad, él sería en sus manos el juguete ideal. Lamartine
se prestó a eso y la 2ª república fue proclamada.
La confusión fue completa. Nadie más se entendía.
Todo el mundo era republicano, pero no todos entendían la república del mismo
modo. Fue en ese ambiente que Francia por primera vez aplicó el sufragio
universal, y que los católicos, desorientados, precisaron sus posiciones
definitivamente.
Vea los anteriores capítulos de esta publicación
aquí: Católicos franceses del siglo XIX
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