martes, 5 de agosto de 2014

La Conjuración Anticristiana - Cap. I

LA CONJURACIÓN ANTICRISTIANA

EL TEMPLO MASÓNICO LEVANTADO SOBRE
LAS RUINAS DE LA IGLESIA CATÓLICA


Mons. Henry Delassus


Las puertas del infierno no prevalecerán contra Ella (Mateo, XVI, 18).


A María


PRESERVADA DEL PECADO ORIGINAL EN PREVISIÓN
DE LOS MÉRITOS
DE NUESTRO SEÑOR JESUCRISTO


Dijo Dios a la serpiente: Pondré enemistad entre ti y la Mujer, entre tu descendencia y la descendencia de Ella. Ella te aplastará tu cabeza. Y tú pondrás asechanzas contra su talón (Génesis, III. 15).



I. —  ESTADO DE LA CUESTIÓN

CAPÍTULO I

LAS DOS CIVILIZACIONES

El Syllabus de Pío IX termina con esta proposición condenable y condenada: El romano pontífice puede y debe reconciliarse y transigir con el progreso, el liberalismo y  la civilización moderna.
La última proposición del decreto llamado Syllabus de Pío X[1], proposición igualmente condenable y condenada, concluye así: El catolicismo actual no puede conciliarse con la verdadera ciencia, si no se transforma en un cristianismo no dogmático, es decir, en un protestantismo amplio y liberal.
Sin duda, no fue sin intención que esas dos proposiciones recibieron, en uno y otro Syllabus, este lugar, el último, apareciendo ahí como conclusión. Se da el hecho que, en efecto, esas proposiciones resumen las precedentes y precisan su espíritu[2].
Es necesario que la Iglesia se reconcilie con la civilización moderna. Y la base propuesta para esta reconciliación, no es la aceptación de los datos de la verdadera ciencia que la Iglesia jamás repudió y que siempre favoreció, y los progresos que ella siempre aplaudió y contribuyó más que nadie, sino el abandono de la verdad revelada, abandono que transformará al catolicismo en un protestantismo amplio y liberal dentro del cual todos los hombres podrán encontrarse, cualquieras sean sus ideas sobre Dios, sobre sus revelaciones y sus mandamientos. Sólo así, dicen los modernistas, por medio de este liberalismo, es que la Iglesia podrá ver nuevos días abrirse ante ella, y procurar el honor de entrar en las vías de la civilización moderna y marchar con el progreso.
Todos los errores indicados en ambos Syllabus se presentan como las distintas cláusulas del tratado propuesto por la Revolución a la signatura de la Iglesia para esta reconciliación con el mundo, para ser así admitida en la ciudad moderna.
Civilización moderna. ¿Existe pues, civilización y civilización? ¿Existió por lo tanto, antes de la era llamada moderna una civilización distinta de aquella que en nuestros días tiene, o al menos persigue?
En efecto, existió, y existe aún en Francia y en Europa, una civilización llamada la civilización cristiana.
¿Qué motivo hace con que esas dos civilizaciones se diferencien?
Ellas se diferencian por la concepción que tienen del fin último del hombre, y de los efectos diversos e incluso opuestos que de una y otra concepción producen dentro del orden social como dentro del orden privado.
“El objetivo último del hombre es ser feliz”, dice Bossuet[3]. Esto no es exclusivo de él: es el fin para el cual tienden todas las inteligencias, sin excepción. El gran orador no ahorra punto en reconocerlo: “Las naturalezas inteligentes, no tienen voluntad ni deseo sino para su felicidad”. Y añade: “Nada de más razonable, porque, ¿qué hay de mejor que desear el bien, es decir, la felicidad?[4]”. Así, encontramos en el corazón del hombre un impulso invencible que lo impulsa en la búsqueda de la felicidad. Su voluntad no puede negarse a ello. Esta búsqueda por la felicidad es el fondo de todos sus pensamientos, el gran móvil de todas sus acciones; e incluso cuando se lanza hacia la muerte, es por estar persuadido de encontrar en la nada una suerte preferible a aquella en la cual él se encuentra.
El hombre puede engañarse, y de hecho se engaña muy frecuentemente en la búsqueda de la felicidad, en la elección de la vía que debe llevarlo a ella. “Colocar la felicidad donde ella está es la fuente de todo bien, dice aun Bossuet; y la fuente de todo mal consiste en colocarla donde no debe”[5]. Esto es tan verdadero para la sociedad como para el hombre individual. El impulso en dirección a la felicidad viene del Creador, y Dios le acrecienta su luz para iluminarle el camino, directamente por su gracia, indirectamente por las enseñanzas de su Iglesia. Pero le pertenece al hombre, individuo o sociedad, le pertenece al libre arbitrio dirigirse, ir en búsqueda de su felicidad ahí donde le agrada colocarla, en lo que es realmente bueno, y, por sobre toda bondad, en el Bien absoluto, Dios; o en aquello que tiene apenas las apariencias de bien, o que no es sino un bien relativo.
Desde la creación del género humano el hombre se desvió del buen camino. En vez de creer en la palabra de Dios y de obedecer su determinación, Adán dio oídos a la voz encantadora que le decía que colocase su fin en él mismo, en la satisfacción de su sensualidad, en las ambiciones de su orgullo. “Seréis como dioses”; “el fruto del árbol era bueno para comer, bello de ver y de un aspecto que excitaba el deseo”. Habiéndose así desviado desde el primer paso, Adán arrastró a su descendencia en la dirección que él acababa de elegir.
En esa dirección ella marchó, avanzó, y se extravió durante el transcurso de los siglos. La historia está ahí para contar los males que ella encontró en ese largo extravío. Dios tuvo piedad de ella. En su consejo de infinita misericordia y de infinita sabiduría, Él resolvió volver a poner al hombre en la vía de la felicidad. Y con el fin de hacer que su intervención fuese más eficaz, quiso que una Persona divina viniera sobre la tierra a mostrar el camino por su palabra, y guiarla con su ejemplo. Y así fue que el Verbo de Dios se encarnó y vino a pasar treinta y tres años entre nosotros, para sacarnos de las vías de la perdición y abrirnos el camino de una felicidad verdadera.
Sus palabras como sus acciones derrumbaron todas las ideas hasta entonces aceptadas. Él decía: ¡Bienaventurados los pobres! ¡Bienaventurados los mansos, los pacíficos, los misericordiosos! ¡Bienaventurados los puros! Antes de la venida de Él, se decía: ¡Bienaventurados los ricos! ¡Bienaventurados los que dominan! ¡Bienaventurados los que viven sin rehusar nada a sus pasiones! Él nació en un establo, se hizo servidor de todos, sufrió muerte y pasión, a fin de que no se considerasen sus palabras meras declamaciones, sino lecciones, las más persuasivas lecciones que se puedan concebir, puesto que eran dadas por un Dios, y un Dios que se inmoló por amor a nosotros.
Él quiso perpetuar esas lecciones, tornándolas siempre expresivas y operantes a los ojos y a los oídos de todas las generaciones que debían venir. Para eso, Él fundó la santa Iglesia. Establecida en el centro de la humanidad, ella no cesó, por las enseñanzas de sus doctores y por los ejemplos de sus santos, de decir a todos los que ella vio pasar ante sus ojos: “Procuráis, oh mortales, la felicidad, y procuráis una cosa buena; pero estad atentos para no buscarla donde no está. Vos la procuráis en la tierra, pero no es allí que ella está establecida, ni es ahí donde se encuentran esos días felices de los cuales nos habló el divino Salmista: Diligit dies videre bonos… Ahí están los días de miseria, los días de sudor y de trabajos, los días de gemidos y de penitencia, a los cuales podemos aplicarles las palabras del profeta Isaías: “Pueblo mío. Los que te dicen feliz, abusan de ti y perturban tu conducta”. Y también: “Los que hacen al pueblo creer que es feliz, son engañadores”. ¿Pues dónde se encuentra la felicidad y la verdadera vida, sino en la tierra de los vivos? ¿Quiénes son los hombres felices, sino aquellos que están con Dios? Esos son los que ven los días hermosos, porque Dios es la luz que los ilumina. Esos viven en la abundancia, porque Dios es el tesoro que los enriquece. Esos, finalmente, son felices, porque Dios es el bien que los contenta y que, solamente Él, es todo para todos[6].

Desde el siglo I hasta el siglo XIII, los pueblos se tornaron cada vez más atentos a esa predicación, y el número de los que de ella hicieron la luz y regla de vida fue cada vez mayor. Sin duda, hubo flaquezas, flaquezas de las naciones y flaquezas de las almas.
Pero la nueva concepción de la vida era la ley para todos, ley que los desvíos no hacían perder de vista y a la cual todos sabían, todos sentían que era preciso retornar una vez que se hubiesen apartado. Nuestro Señor Jesucristo, con su Nuevo Testamento, era el doctor escuchado, el guía seguido, el rey obedecido. Su realeza era a tal punto reconocida por los príncipes y por los pueblos, que ellos la proclamaban hasta en sus monedas. En todas estaba grabada la cruz, el signo augusto del ideal que el cristianismo había introducido en el mundo, que era el principio de la nueva civilización, de la civilización cristiana, que debía regirlos, el espíritu de sacrificio opuesto al ideal pagano, al espíritu de gozo que había construido la civilización antigua, la civilización pagana.
A medida que el espíritu cristiano penetraba las almas y los pueblos, almas y pueblos crecían en la luz y en el bien, se elevaban por el sólo hecho de ver la felicidad en lo alto y de cargarla consigo. Los corazones se tornaron más puros, los espíritus más inteligentes. Los inteligentes y los puros introdujeron en la sociedad un orden más armonioso, aquel que Bossuet nos describió en el sermón sobre la eminente dignidad de los pobres. El orden más perfecto tornaba la paz más general y más profunda; la paz y el orden engendraron la prosperidad, y todas esas cosas daban abertura para las artes y para las ciencias, esos reflejos de luz y de belleza de los cielos. De suerte que, como observó Montesquieu: “La religión cristiana, que parece no tener otro objetivo que la felicidad de la otra vida, además construye nuestra felicidad en esta”[7]. Es, también, lo que San Pablo había anunciado, cuando dijo: “Pietas ad omnia utilis est, promisiones habens vitae quae nunc est et futurae. La piedad es útil para todo, poseyendo las promesas de la vida presente y aquellas de la vida futura”[8]. ¿No había el propio nuestro Señor dicho: “Buscad el reino de Dios y su justicia, y lo demás se os dará por añadidura?”[9]. No hay ahí una promesa de orden sobrenatural, sino el anuncio de las consecuencias que debían salir lógicamente de la nueva orientación dada el género humano.
De hecho, vemos que el espíritu de pobreza y la pureza de corazón dominan las pasiones, fuente de todas las torturas del alma y de todos los desórdenes sociales. La mansedumbre, la pacificación y la misericordia producen la concordia, hacen reinar la paz entre los ciudadanos y en la ciudad. El amor de la justicia, incluso contrariada por la persecución y por el sufrimiento, eleva el alma, ennoblece el corazón y le proporciona los más sanos placeres; al mismo tiempo eleva el nivel moral de la sociedad.
Qué sociedad, aquella en que las bienaventuranzas evangélicas fuesen colocadas bajo los ojos de todos, como objetivo a conquistar, y en la cual serían ofrecidos a todos los medios de alcanzar la perfección y la bienaventuranza señaladas en el sermón de la montaña:
¡Bienaventurados los pobres de espíritu!
¡Bienaventurados los mansos!
¡Bienaventurados los que lloran!
¡Bienaventurados los que sufren hambre y sed de justicia!
¡Bienaventurados los misericordiosos!
¡Bienaventurados los puros de corazón!
¡Bienaventurados los pacíficos!
¡Bienaventurados los que sufren persecución por la justicia!
El ascenso, no diré de las almas santas, sino de las naciones, tuvo su punto culminante en el siglo XIII. San Francisco de Asís y Santo Domingo, con sus discípulos San Luis de Francia y Santa Isabel de Hungría, acompañados y seguidos por tantos otros, mantuvieron por algún tiempo el nivel que había sido alcanzado por la emulación que había excitado en las almas los ejemplos de desapego de las cosas de este mundo, de caridad en relación al prójimo y de amor a Dios, que tantos otros santos habían dado. Pero en cuanto esas almas nobles alcanzaban los más altas cumbres de la santidad, muchas otras se enfriaban en su entusiasmo por Dios; y por vueltas de finales del siglo XIV, se manifestó abiertamente el movimiento de retroceso que arrebató la sociedad y que la condujo a la situación actual, es decir, al triunfo próximo, el reino inminente del socialismo, fin obligado de la civilización moderna. Porque, en cuanto la civilización cristiana elevaba a las almas y tendía a dar a los pueblos la paz social y la prosperidad incluso temporal, el fermento de la civilización pagana tiende a producir sus últimos efectos; la búsqueda, por todos, de todos los placeres; la guerra, para conseguirlos, de hombre contra hombre, de clase contra clase, de pueblo contra pueblo; guerra que no podrá terminar sino con el aniquilamiento del género humano.
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[1] [N. del T.] El Syllabus de Pío IX  (8/12/1864) se refiere al decreto que expone los errores modernos condenados por la Iglesia. El Sillabus de San Pío X (3/7/1907), conocido también como decreto Lamentabili sine exitu, es el que expone los errores condenados del modernismo.
[2] Por ocasión de la deliberación de la ley sobre la libertad de la enseñanza superior, M. Challemenl-Lacout dijo: “Las universidades católicas querrán preparar a los futuros médicos, abogados, magistrados, auxiliares del espíritu católico que procurarán sustentar y aplicar los principios del Syllabus. Ahora bien, Francia, en su gran mayoría, considera las proposiciones condenadas por el Syllabus como los fundamentos mismos de nuestra sociedad”.
[3] Méditations sur l’Evangile.
[4] OEuvres oratoires de Bossuet, Sermón pour la Toussaint.
[5] Méditations sur l’Evangile.
[6] OEuvres oratoires de Bossuet. Sermón pour la Toussaint.
[7] Esprit des lois, Libro XIV, cap. III.
M. de Tocqueville dio para este hecho una razón que no es la única ni la principal, pero que conviene señalar:
“En los siglos de fe, se colocó el objetivo final de la vida después de la vida. Los hombres de aquellos tiempo, acostumbraban, pues, naturalmente, y, por así decir, sin querer, considerar, durante una larga consecuencia de años, un objetivo fijo en dirección al cual ellos caminan sin cesar, y aprender mediante progresos insensibles, a reprimir mil pequeños deseos pasajeros para mejor llegar a satisfacer ese gran y permanente deseo que los aflige. Cuando esos mismos hombres quieren ocuparse de las cosas de la tierra, reencuentran esos hábitos. Ellos fijan para sus acciones de aquí debajo de preferencia un objetivo general y cierto, en dirección al cual dirigen todos los esfuerzos. No se los ve aplicarse cada día a nuevos intentos; mas ellos tienen deseos no satisfechos que no se cansan de perseguir.
”Esto explica por qué los pueblos religiosos han frecuentemente conseguido cosas tan durables. Sucedía que, al ocuparse del otro mundo, habían reencontrado el gran secreto de obtener éxito en este. Las religiones proporcionan el hábito general de comportarse con vistas al futuro. En esto ellas no son menos útiles a la felicidad de esta vida que a la felicidad de la otra. Es uno de los mayores aspectos políticos. Pero a medida que las luces de la fe se escurecen, la vida de los hombres se reduce, y se diría que cada día el objetivo de las acciones humanas les parece más terrenal.
”Una vez que se acostumbran a no ocuparse más de lo que debe acontecer después de la vida, se los ve recaer fácilmente en esa indiferencia completa y habitual por el futuro, que es por lo demás conforme a ciertos instintos de la especie humana. Tan luego pierden la práctica de colocar sus principales esperanzas a largo plazo, son naturalmente llevados a realizar sin tardanza sus menores deseos, y parece que a partir del momento en que desesperan de vivir una eternidad, quedan dispuestos a actual como si no debiesen existir sino un solo día.
”En los siglos de incredulidad, es, pues, siempre de temer que los hombres se entreguen sin cesar a los azares diarios de sus deseos, y que, renunciado enteramente a obtener lo que no se puede adquirir sino sin largos esfuerzos, no fundan nada grande, pacífico y durable”.
[8] 1 Tim., 4, 8.
[9] Mat., 6, 33.

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