LA CONJURACIÓN ANTICRISTIANA
EL TEMPLO MASÓNICO LEVANTADO SOBRE
LAS RUINAS DE LA IGLESIA CATÓLICA
Mons. Henry Delassus
Las puertas
del infierno no prevalecerán contra Ella (Mateo, XVI, 18).
A María
PRESERVADA DEL PECADO ORIGINAL EN PREVISIÓN
DE LOS MÉRITOS
DE NUESTRO SEÑOR JESUCRISTO
Dijo Dios a la serpiente: Pondré enemistad
entre ti y la Mujer, entre tu descendencia y la descendencia de Ella. Ella te
aplastará tu cabeza. Y tú pondrás asechanzas contra su talón (Génesis, III.
15).
I. — ESTADO DE LA CUESTIÓN
CAPÍTULO I
LAS DOS CIVILIZACIONES
El Syllabus de Pío IX termina con esta proposición condenable y
condenada: El romano pontífice puede y
debe reconciliarse y transigir con el progreso, el liberalismo y la civilización moderna.
La última proposición del
decreto llamado Syllabus de Pío X[1],
proposición igualmente condenable y condenada, concluye así: El catolicismo actual no puede
conciliarse con la verdadera ciencia, si no se transforma en un cristianismo no
dogmático, es decir, en un protestantismo amplio y liberal.
Sin duda, no
fue sin intención que esas dos proposiciones recibieron, en uno y otro Syllabus, este lugar, el último,
apareciendo ahí como conclusión. Se da el hecho que, en efecto, esas
proposiciones resumen las precedentes y precisan su espíritu[2].
Es necesario que la Iglesia se reconcilie con la civilización moderna. Y
la base propuesta para esta reconciliación, no es la aceptación de los datos de
la verdadera ciencia que la Iglesia jamás repudió y que siempre favoreció, y
los progresos que ella siempre aplaudió y contribuyó más que nadie, sino el
abandono de la verdad revelada, abandono que transformará al catolicismo en un
protestantismo amplio y liberal dentro del cual todos los hombres podrán
encontrarse, cualquieras sean sus ideas sobre Dios, sobre sus revelaciones y
sus mandamientos. Sólo así, dicen los modernistas, por medio de este
liberalismo, es que la Iglesia podrá ver nuevos días abrirse ante ella, y
procurar el honor de entrar en las vías de la civilización moderna y marchar
con el progreso.
Todos los errores indicados en ambos Syllabus
se presentan como las distintas cláusulas del tratado propuesto por la
Revolución a la signatura de la Iglesia para esta reconciliación con el mundo,
para ser así admitida en la ciudad moderna.
Civilización moderna. ¿Existe pues, civilización y civilización? ¿Existió
por lo tanto, antes de la era llamada moderna una civilización distinta de aquella
que en nuestros días tiene, o al menos persigue?
En efecto, existió, y existe aún en Francia y en Europa, una
civilización llamada la civilización cristiana.
¿Qué motivo hace con que esas dos civilizaciones se diferencien?
Ellas se diferencian por la concepción que tienen del fin último del
hombre, y de los efectos diversos e incluso opuestos que de una y otra
concepción producen dentro del orden social como dentro del orden privado.
“El objetivo último del hombre es ser feliz”, dice Bossuet[3].
Esto no es exclusivo de él: es el fin para el cual tienden todas las
inteligencias, sin excepción. El gran orador no ahorra punto en reconocerlo: “Las naturalezas inteligentes, no tienen
voluntad ni deseo sino para su felicidad”. Y añade: “Nada de más razonable, porque, ¿qué hay de
mejor que desear el bien, es decir, la felicidad?[4]”. Así, encontramos
en el corazón del hombre un impulso invencible que lo impulsa en la búsqueda de
la felicidad. Su voluntad no puede negarse a ello. Esta búsqueda por la
felicidad es el fondo de todos sus pensamientos, el gran móvil de todas sus
acciones; e incluso cuando se lanza hacia la muerte, es por estar persuadido de
encontrar en la nada una suerte preferible a aquella en la cual él se
encuentra.
El hombre puede engañarse, y de hecho se engaña muy frecuentemente en la
búsqueda de la felicidad, en la elección de la vía que debe llevarlo a ella.
“Colocar la felicidad donde ella está es la fuente de todo bien, dice aun
Bossuet; y la fuente de todo mal consiste en colocarla donde no debe”[5]. Esto es tan verdadero para la sociedad
como para el hombre individual. El impulso en dirección a la felicidad viene
del Creador, y Dios le acrecienta su luz para iluminarle el camino,
directamente por su gracia, indirectamente por las enseñanzas de su Iglesia.
Pero le pertenece al hombre, individuo o sociedad, le pertenece al libre
arbitrio dirigirse, ir en búsqueda de su felicidad ahí donde le agrada
colocarla, en lo que es realmente bueno, y, por sobre toda bondad, en el Bien
absoluto, Dios; o en aquello que tiene apenas las apariencias de bien, o que no
es sino un bien relativo.
Desde la creación del género humano el hombre
se desvió del buen camino. En vez de creer en la palabra de Dios y de obedecer
su determinación, Adán dio oídos a la voz encantadora que le decía que colocase
su fin en él mismo, en la satisfacción de su sensualidad, en las ambiciones de
su orgullo. “Seréis como dioses”; “el fruto del árbol era bueno para comer,
bello de ver y de un aspecto que excitaba el deseo”. Habiéndose así desviado
desde el primer paso, Adán arrastró a su descendencia en la dirección que él
acababa de elegir.
En esa dirección ella marchó, avanzó, y se extravió durante el
transcurso de los siglos. La historia está ahí para contar los males que ella
encontró en ese largo extravío. Dios tuvo piedad de ella. En su consejo de
infinita misericordia y de infinita sabiduría, Él resolvió volver a poner al
hombre en la vía de la felicidad. Y con el fin de hacer que su intervención fuese
más eficaz, quiso que una Persona divina viniera sobre la tierra a mostrar el
camino por su palabra, y guiarla con su ejemplo. Y así fue que el Verbo de Dios
se encarnó y vino a pasar treinta y tres años entre nosotros, para sacarnos de
las vías de la perdición y abrirnos el camino de una felicidad verdadera.
Sus palabras como sus acciones derrumbaron todas las ideas hasta
entonces aceptadas. Él decía: ¡Bienaventurados los pobres! ¡Bienaventurados los
mansos, los pacíficos, los misericordiosos! ¡Bienaventurados los puros! Antes de
la venida de Él, se decía: ¡Bienaventurados los ricos! ¡Bienaventurados los que
dominan! ¡Bienaventurados los que viven sin rehusar nada a sus pasiones! Él nació
en un establo, se hizo servidor de todos, sufrió muerte y pasión, a fin de que
no se considerasen sus palabras meras declamaciones, sino lecciones, las más
persuasivas lecciones que se puedan concebir, puesto que eran dadas por un Dios,
y un Dios que se inmoló por amor a nosotros.
Él quiso perpetuar esas lecciones, tornándolas siempre expresivas y
operantes a los ojos y a los oídos de todas las generaciones que debían venir.
Para eso, Él fundó la santa Iglesia. Establecida en el centro de la humanidad,
ella no cesó, por las enseñanzas de sus doctores y por los ejemplos de sus
santos, de decir a todos los que ella vio pasar ante sus ojos: “Procuráis, oh
mortales, la felicidad, y procuráis una cosa buena; pero estad atentos para no
buscarla donde no está. Vos la procuráis en la tierra, pero no es allí que ella
está establecida, ni es ahí donde se encuentran esos días felices de los cuales
nos habló el divino Salmista: Diligit
dies videre bonos… Ahí están los
días de miseria, los días de sudor y de trabajos, los días de gemidos y de
penitencia, a los cuales podemos aplicarles las palabras del profeta Isaías:
“Pueblo mío. Los que te dicen feliz,
abusan de ti y perturban tu conducta”. Y también: “Los que hacen al pueblo
creer que es feliz, son engañadores”. ¿Pues dónde se encuentra la felicidad y
la verdadera vida, sino en la tierra de los vivos? ¿Quiénes son los hombres
felices, sino aquellos que están con Dios? Esos son los que ven los días
hermosos, porque Dios es la luz que los ilumina. Esos viven en la abundancia,
porque Dios es el tesoro que los enriquece. Esos, finalmente, son felices,
porque Dios es el bien que los contenta y que, solamente Él, es todo para todos[6].
Desde el siglo I hasta el siglo XIII, los pueblos se tornaron cada vez
más atentos a esa predicación, y el número de los que de ella hicieron la luz y
regla de vida fue cada vez mayor. Sin duda, hubo flaquezas, flaquezas de las
naciones y flaquezas de las almas.
Pero la nueva concepción de la vida era la ley para todos, ley que los
desvíos no hacían perder de vista y a la cual todos sabían, todos sentían que
era preciso retornar una vez que se hubiesen apartado. Nuestro Señor
Jesucristo, con su Nuevo Testamento, era el doctor escuchado, el guía seguido,
el rey obedecido. Su realeza era a tal punto reconocida por los príncipes y por
los pueblos, que ellos la proclamaban hasta en sus monedas. En todas estaba
grabada la cruz, el signo augusto del ideal que el cristianismo había
introducido en el mundo, que era el principio de la nueva civilización, de la
civilización cristiana, que debía regirlos, el espíritu de sacrificio opuesto
al ideal pagano, al espíritu de gozo que había construido la civilización
antigua, la civilización pagana.
A medida que el espíritu cristiano penetraba las almas y los pueblos,
almas y pueblos crecían en la luz y en el bien, se elevaban por el sólo hecho
de ver la felicidad en lo alto y de cargarla consigo. Los corazones se tornaron
más puros, los espíritus más inteligentes. Los inteligentes y los puros
introdujeron en la sociedad un orden más armonioso, aquel que Bossuet nos
describió en el sermón sobre la eminente dignidad de los pobres. El orden más
perfecto tornaba la paz más general y más profunda; la paz y el orden
engendraron la prosperidad, y todas esas cosas daban abertura para las artes y
para las ciencias, esos reflejos de luz y de belleza de los cielos. De suerte
que, como observó Montesquieu: “La religión cristiana, que parece no tener otro
objetivo que la felicidad de la otra vida, además construye nuestra felicidad
en esta”[7]. Es, también, lo que San Pablo había
anunciado, cuando dijo: “Pietas ad omnia utilis est, promisiones habens
vitae quae nunc est et futurae. La piedad es útil para todo, poseyendo las
promesas de la vida presente y aquellas de la vida futura”[8].
¿No había el propio nuestro Señor dicho: “Buscad el reino de Dios y su justicia, y lo demás se os dará por
añadidura?”[9].
No hay ahí una promesa de orden sobrenatural, sino el anuncio de las
consecuencias que debían salir lógicamente de la nueva orientación dada el género
humano.
De hecho, vemos que el espíritu de pobreza y la pureza de corazón
dominan las pasiones, fuente de todas las torturas del alma y de todos los
desórdenes sociales. La mansedumbre, la pacificación y la misericordia producen
la concordia, hacen reinar la paz entre los ciudadanos y en la ciudad. El amor
de la justicia, incluso contrariada por la persecución y por el sufrimiento,
eleva el alma, ennoblece el corazón y le proporciona los más sanos placeres; al
mismo tiempo eleva el nivel moral de la sociedad.
Qué sociedad, aquella en que las bienaventuranzas evangélicas fuesen
colocadas bajo los ojos de todos, como objetivo a conquistar, y en la cual
serían ofrecidos a todos los medios de alcanzar la perfección y la
bienaventuranza señaladas en el sermón de la montaña:
¡Bienaventurados los pobres de espíritu!
¡Bienaventurados los mansos!
¡Bienaventurados los que lloran!
¡Bienaventurados los que sufren hambre y sed de justicia!
¡Bienaventurados los misericordiosos!
¡Bienaventurados los puros de corazón!
¡Bienaventurados los pacíficos!
¡Bienaventurados los que sufren persecución por la justicia!
El ascenso, no diré de las almas santas, sino de las naciones, tuvo su
punto culminante en el siglo XIII. San Francisco de Asís y Santo Domingo, con
sus discípulos San Luis de Francia y Santa Isabel de Hungría, acompañados y
seguidos por tantos otros, mantuvieron por algún tiempo el nivel que había sido
alcanzado por la emulación que había excitado en las almas los ejemplos de
desapego de las cosas de este mundo, de caridad en relación al prójimo y de
amor a Dios, que tantos otros santos habían dado. Pero en cuanto esas almas
nobles alcanzaban los más altas cumbres de la santidad, muchas otras se
enfriaban en su entusiasmo por Dios; y por vueltas de finales del siglo XIV, se
manifestó abiertamente el movimiento de retroceso que arrebató la sociedad y
que la condujo a la situación actual, es decir, al triunfo próximo, el reino
inminente del socialismo, fin obligado de la civilización moderna. Porque, en
cuanto la civilización cristiana elevaba a las almas y tendía a dar a los
pueblos la paz social y la prosperidad incluso temporal, el fermento de la
civilización pagana tiende a producir sus últimos efectos; la búsqueda, por
todos, de todos los placeres; la guerra, para conseguirlos, de hombre contra
hombre, de clase contra clase, de pueblo contra pueblo; guerra que no podrá
terminar sino con el aniquilamiento del género humano.
Siga los capítulos publicados haciendo clic aquí: La Conjuración Anticristiana
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[1] [N. del T.] El Syllabus de Pío IX
(8/12/1864) se refiere al decreto que expone los errores modernos
condenados por la Iglesia. El Sillabus
de San Pío X (3/7/1907), conocido también como decreto Lamentabili sine exitu, es el que expone los errores condenados del
modernismo.
[2] Por ocasión
de la deliberación de la ley sobre la libertad de la enseñanza superior, M. Challemenl-Lacout
dijo: “Las universidades católicas querrán preparar a los futuros médicos,
abogados, magistrados, auxiliares del espíritu católico que procurarán
sustentar y aplicar los principios del Syllabus.
Ahora bien, Francia, en su gran mayoría, considera las proposiciones condenadas
por el Syllabus como los fundamentos
mismos de nuestra sociedad”.
M. de Tocqueville dio para este hecho una razón que no es la única ni la
principal, pero que conviene señalar:
“En los siglos de fe, se colocó el objetivo final de la vida después de
la vida. Los hombres de aquellos tiempo, acostumbraban, pues, naturalmente, y,
por así decir, sin querer, considerar, durante una larga consecuencia de años,
un objetivo fijo en dirección al cual ellos caminan sin cesar, y aprender
mediante progresos insensibles, a reprimir mil pequeños deseos pasajeros para
mejor llegar a satisfacer ese gran y permanente deseo que los aflige. Cuando
esos mismos hombres quieren ocuparse de las cosas de la tierra, reencuentran
esos hábitos. Ellos fijan para sus acciones de aquí debajo de preferencia un
objetivo general y cierto, en dirección al cual dirigen todos los esfuerzos. No
se los ve aplicarse cada día a nuevos intentos; mas ellos tienen deseos no
satisfechos que no se cansan de perseguir.
”Esto explica por qué los pueblos religiosos han frecuentemente
conseguido cosas tan durables. Sucedía que, al ocuparse del otro mundo, habían
reencontrado el gran secreto de obtener éxito en este. Las religiones
proporcionan el hábito general de comportarse con vistas al futuro. En esto ellas
no son menos útiles a la felicidad de esta vida que a la felicidad de la otra.
Es uno de los mayores aspectos políticos. Pero a medida que las luces de la fe
se escurecen, la vida de los hombres se reduce, y se diría que cada día el
objetivo de las acciones humanas les parece más terrenal.
”Una vez que se acostumbran a no ocuparse más de lo que debe acontecer
después de la vida, se los ve recaer fácilmente en esa indiferencia completa y
habitual por el futuro, que es por lo demás conforme a ciertos instintos de la
especie humana. Tan luego pierden la práctica de colocar sus principales
esperanzas a largo plazo, son naturalmente llevados a realizar sin tardanza sus
menores deseos, y parece que a partir del momento en que desesperan de vivir
una eternidad, quedan dispuestos a actual como si no debiesen existir sino un
solo día.
”En los siglos de incredulidad, es, pues, siempre de temer que los
hombres se entreguen sin cesar a los azares diarios de sus deseos, y que,
renunciado enteramente a obtener lo que no se puede adquirir sino sin largos
esfuerzos, no fundan nada grande, pacífico y durable”.
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