domingo, 11 de mayo de 2014

LOS CATÓLICOS FRANCESES EN EL SIGLO XIX - I

A partir de hoy publicaremos una serie sobre el catolicismo en Francia en el siglo XIX. Estos artículos se basan en los estudios del Prof. brasileño Fernando Furquim de Almeida. Los lectores podrán conocer las luchas del movimiento católico contrarevolucionario del siglo XIX contra la Revolución y el liberalismo.

LOS CATÓLICOS FRANCESES 
EN EL SIGLO XIX

               
Joseph de Maistre, uno de los mayores líderes
del movimiento contrarevolucionario del siglo XIX
En el primer capítulo de su libro Des intérêts catholiques au dix-neuvième siècle, Montalembert, describiendo la situación de la Iglesia en 1800, mostraba ruinas y persecuciones en todas partes, y no vislumbraba en ese vasto naufragio la menor señal que justificase la esperanza de mejores días para la Iglesia de nuestro Señor. Un testimonio de esa época, lo encontramos en una carta de Joseph de Maistre a un marqués. Estas son sus palabras: “Usted me pide que abra mi corazón sobre una de las mayores cuestiones que pueden interesar hoy en día a un hombre sensato. Quiere que exponga mi pensamiento sobre el estado actual del cristianismo en Europa. Le podría responder en dos palabras: mire y llore”.

                Realmente todo parecía perdido. Después de ser derribado uno de los más fuertes y gloriosos tronos de la cristiandad y la prisión del Santo Padre, fuente y savia de la civilización católica, la Revolución, juzgando haber realizado la primera parte de su programa, iniciaba una nueva fase, en la cual, sin los horrores de los tiempos iniciales, esparcía sus ideas en un mundo atemorizado, que buscaba en esa presunta conversión del monstruo revolucionario el pretexto para no combatir más. Por otro lado, las monarquías tradicionales, que deberían liderar la reacción, procuraban amoldarse a los nuevos principios, en un anhelo sin sufrimiento de no perder sus tronos; o resucitaban los antiguos errores regalistas, imaginando oponerse tanto mejor a la Revolución cuanto más absolutistas se mostrasen. Para agravar la calamidad, muerto Pío VI en Valence-sur-Rhône, la Iglesia entraba en el nuevo siglo sin pastor y con el sacro colegio disperso, impedido de regresar a Roma y enfrentando las mayores dificultades para reunirse a fin de elegir un nuevo pontífice.

                Titubeantes y débiles en el inicio de la Revolución, sacrificando todo cuanto era humanamente posible para no enfrentarla, los católicos, sin embargo, habían soportado el martirio con denuedo cuando la Revolución quiso exigir más de lo que ellos podrían ofrecer. Esa firmeza en la defensa de sus principios transformaría la fisonomía del siglo, que se iniciaba con tan malos pronósticos. Un renacimiento católico pujante sería el fruto de los sufrimientos y de la valentía de los católicos de la era de la Revolución.

                Ese florecimiento católico fue universal. Basta recordar los hombres de O’Connell en Inglaterra, Balmes y Donoso Cortés en España y Windhorst en Alemania. Pero, como no podría dejar de ser, fue Francia su lugar de nacimiento, y ahí serían libradas, durante todo el curso del siglo XIX, las batallas más encendidas entre la Iglesia y la Revolución; batallas esas seguidas con interés por todo el mundo, y cuyo resultado era ansiosamente esperado, pues indicaría el curso que sería seguido por la humanidad. Así, estudiando el movimiento católico francés, se tendrá una visión de conjunto del catolicismo en el siglo XIX.

                Ese movimiento tuvo como punto de partida dos hombres, de los cuales uno es justamente célebre y de renombre universal, y el otro injustamente olvidado: Joseph de Maistre y el P. Bourdier Delpuits.

                Justificando el viejo dictado de que Dios escribe derecho por líneas torcidas, uno de los grandes beneficios —sino el mayor— que surgió indirectamente de la Revolución, fue el haber llevado a Joseph de Maistre a escribir sus célebres libros. Senador de Saboya y viviendo en un país organizado, su existencia transcurría serena cuando estalló la Revolución. Obligado a emigrar, el espectáculo de devastación que presenció y su larga visión de futuro lo llevaron a tomar la pluma para combatirla, advirtiendo a la humanidad de los peligros que correría si siguiese sus principios y señalando el abismo en que fatalmente caería con su victoria. De ahí los libros que lo convirtieron en un clásico de la literatura francesa, entre ellos el célebre Du Pape, que lo transformó en líder de las nuevas generaciones católicas.

                El libro Du Pape, verdadero himno al papado, restableció su verdadero lugar en la historia, sus derechos y prerrogativas, y principalmente le dio un impulso nuevo a la doctrina de la infalibilidad del soberano pontífice, que el Primer Concilio Vaticano, que en 1870, promulgaría como dogma. Fue el libro que más influyó en los católicos del siglo XIX. Desde entonces fueron conocidos por ultramontanos los que seguían sus ideas. Louis Veuillot, respondiendo a Le Siècle, que apuntaba al ultramontanismo como una nueva secta, podía decir que el católico y ultramontano eran palabras perfectamente equivalentes, siendo una sinónimo de la otra; pues, salvo los galicanos, todos los católicos se declaraban ultramontanos.

                El P. Bourdier Delpuits entró muy joven en la Compañía de Jesús. En 1762, cuando la orden fue expulsada de Francia, él todavía no había pronunciado los últimos votos, lo que le permitió entrar en el clero secular. Durante la Revolución, fue preso y exiliado, pero volvió a Francia antes de la caída de Robespierre, porque juzgó que era su deber ejercer ahí el sagrado ministerio, a pesar de los peligros que corrían los padres refractarios. Preocupado con la situación de los jóvenes, y principalmente de los universitarios, el P. Delpuits, aprovechando la libertad que Napoleón concedió al ejercicio del culto, fundó el 2 de febrero de 1801 la Congregación Mariana Santa María Auxilium Christianorum, conocida en la historia de Francia simplemente por “la congregación”.

               
Félicité de Lamennais, líder católico que posteriormente
apostató y se unió al liberalismo
Fue esa congregación mariana la que dio verdadera formación religiosa a la juventud que creció bajo la Revolución. De ella salieron los primeros grandes nombres católicos en ese siglo: el duque Mathieu de Montmorency, el cardenal príncipe de Rohan y Félicité de Lamennais. Sus congregados eran incansables en el servicio de la Iglesia. Cuando Napoleón, después de intentar subyugar a la Iglesia, entró en lucha abierta contra ella, fueron los congregados quienes trajeron la bula de excomunión del emperador y la publicaron en París. En el auge de la lucha, cuando Napoleón apresó al papa e impidió la comunicación entre los cardenales, fueron ellos quienes, burlando la policía mejor organizada de aquella época, sirvieron de mensajeros entre los miembros del sacro colegio que estaban en Francia. La congregación fue la primera en ser combatida por los revolucionarios, que a finales de la restauración, movilizaron una persecución sistemática, hasta abatirla, aprovechándose de la debilidad de Carlos X. Pero, al desaparecer, la semilla ya estaba lanzada: se anunciaba una numerosa conversión, y Lamennais ya lideraba uno de los más auspiciosos movimientos católicos jamás aparecidos en Francia.

                Napoleón no se ilusionó con la pseudo-derrota de la Iglesia a inicios del siglo, e intentó una retirada dándole una aparente libertad, pero intentando por todas las formas subordinarla al Estado. La Restauración se mostró incapaz de reconstruir la antigua monarquía francesa. Aprovechándose de todas las instituciones napoleónicas, intentó amoldarse a las nuevas ideas y restaurar el absolutismo estatal en materia religiosa. Toda la política eclesiástica de Luis XVIII y de Carlos X trató de resucitar el galicanismo. Si Francia no se volvió un país galicano, eso se debe en gran parte a Félicité de Lamennais.

               
Dom Prosper Guéranger, abad de Solesmes, restaurador
de la liturgia católica y gran representante del catolicismo
ultramontano
Lamennais unía a una inteligencia genial un don excepcional de proselitismo. Discípulo de Joseph de Maistre, reunió en torno de sí una verdadera multitud de futuros grandes nombres del catolicismo, formándolos y difundiendo las ideas ultramontanas. Así, vemos en La Chênaie, su cuartel general a Dom Guéranger, el restaurador de la liturgia romana; al P. Salinis, que sería cardenal y uno de los primeros periodistas católicos; al P. Rohrbacher, el mejor historiador de la Iglesia del siglo XIX; al P. Gerbert, que Louis Veuillot consideraba uno de los maestros de la literatura francesa; el conde de Lacordaire, Montalembert y tantos otros, sin contar los tránsfugas Lamartine y Víctor Hugo.

                Desde La Chênaie partieron los asaltos contra el galicanismo, ya sea combatiendo sus errores, ya sea denunciado sus tramas, ya sea exponiendo los verdaderos principios del catolicismo. De ahí salieron libros, periódicos, nuevas ediciones de Joseph de Maistre, obras de puro apostolado. Habiendo Chateubriand abierto a Lamennais y a sus discípulos las puertas del Le Conservateur, las tesis queridas de Joseph de Maistre eran expuestas en el mejor periódico de la época. Lamennais no dejaba en paz a Mons. Frayssinous, obispo de Hermópolis, Gran Maestre de la Universidad y en esa época jefe del galicanismo. La inquisición, la Liga y los Guisa eran elogiadas, y, para gran escándalo de algunos galicanos, el P. Salinis publicó artículos en honra a San Gregorio VII.

                Con la caída de Carlos X, toda esa obra tan promisoria casi se perdió, con el brusco giro de su jefe. De un momento para otro, el líder ultramontano y legitimista Lamennais pasó a defender los errores de la Revolución. Es cuando apareció L’Avenir, fundado con el objetivo de “reconciliar la Iglesia con la libertad”. Lamennais era una bandera, y el alto nivel y brillo con que sus editores presentaban el periódico le aseguró un éxito incalculable. Poco a poco, sin embargo, no tanto los ataques de los galicanos cuanto la verdadera orientación, que se tornaba clara, fue apartando a los católicos. L’Avenir fue perdiendo adherentes y terrenos, hasta ser forzado a desaparecer en 1832.

               
El papa Gregorio XVI, condenó las tesis del L'Avenir en su
encíclica Mirari vos
Es bastante conocida la historia del fin de Lamennais. Cerrado el periódico, él fue para Roma con Lacordaire y Montalembert, a pedir a la Iglesia un pronunciamiento sobre las tesis del L’Avenir. Recibiéndolos fríamente, Gregorio XVI usó todos los medios para no ser obligado a lanzar una condenación sobre el antiguo campeón de la infalibilidad. Lacordaire y Montalembert vieron la partida perdida y se alejaron de la ciudad, pero Lamennais, tomado de un orgullo satánico, se obstinó. Cuando al final resolvió retirarse, lo hizo con un supremo desafío a la Santa Sede, declarando al internuncio en Florencia, que iba a reabrir L’Avenir, y que no queriendo Roma juzgarlo, se consideraba absuelto. Gregorio XVI con la encíclica Mirari vos, condenó entonces todas las tesis de L’Avenir. Reprimiendo su ira, Lamennais se sometió, para poco después apostatar.

                El conocido agitador italiano Mazzini escribió por esa época: “Napoleón, aprisionando al papado, arrastrándolo a París, amenazándolo y transigiendo políticamente con él, acabó ignorándolo y menospreciándolo. Cayendo el gigante, y la inercia política permitiendo el renacimiento de los estudios filosóficos y pacíficos, aparecen el espiritualismo, el eclecticismo, escuelas que, si bien no renegaban el sentimiento religioso, no consideraban más al papado como un elemento necesario. En todo el mundo católico no quedaba para el papa sino Joseph de Maistre”.

        
Louis Veuillot, el más grande periodista católico de todos
los tiempos
Era todavía temprano para que Mazzini cantara victoria. Lamennais, de hecho, comprometió seriamente el movimiento católico del siglo XIX con la aventura de L’Avenir. Su escuela se dividió. Algunos como Lacordaire y Montalembert, conservaron las tendencias más de la segunda época: de la época del periódico, e irían a tomar más tarde el lado de los católicos liberales, en cuanto los otros, como Dom Guéranger, el P. Rohrbacher y el P. Salinis conservaron la formación  antigua. Dentro en breve surgiría aquel que, como Lamennais de la primera época, sería el sucesor de Joseph de Maistre en la defensa del papado: Louis Veuillot, el mayor periodista católico de todos los tiempos.


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