Plinio Corrêa de
Oliveira
Catolicismo N°112 de
abril de 1960
La foto reproduce un cuadro de
Lucas Cranach, el viejo (siglo XVI), conservada en el Museo de Gand: “La
coronación de espinas”. En torno del Divino Redentor, maniatado y revestido de
una púrpura de irrisión, se agrupan cinco figuras. En el primer plano, un
hombre le extiende una vara a manera de cetro y, al mismo tiempo, en un saludo
caricaturesco levanta el gorro y le saca la lengua. Al lado, otro alarga la
boca en actitud de escarnio. Los demás, al fondo, se empeñan en fijar en la
cabeza adorable del Salvador, a manera de corona, un inmenso gorro de espinas.
En el centro, el Hijo de Dios, da muestras de dolor físico, mas sobre todo, de
intenso sufrimiento moral, que supera el tormento corporal, y absorbe
enteramente a la Víctima divina. Se diría que Nuestro Señor sufre con el rencor
de estos miserables verdugos. Sin embargo, ese odio no es sino una pisca de un
inmenso océano de rencor que se entiende, por así decir, más allá, hasta los
confines del horizonte. Y es por ese océano que la mirada de Jesús se prolonga
en dolorosa meditación.
El cuadro de Lucas Cranach
focaliza un aspecto importantísimo de la Pasión: el contraste entre la santidad
infinita y el amor inefable del Redentor, con la bajeza insondable y el
implacable odio de los que lo mataron. En él se patentiza la oposición
irreductible entre la Luz – “erat lux vera” (Juan, 1, 9) – y los hijos de las
tinieblas, entre la Verdad y el error, el Orden y el desorden, el Bien y el
mal.
“Popule meus, quid feci tibi? Aut in quo contristavi te?” – “Oh
pueblo mío, ¿qué mal te hice Yo, en qué te he contristado?” – Estas palabras,
que la liturgia de Viernes Santo pone en los labios de Nuestro Señor, están
bien en el centro del tema que acabamos de enunciar.
Que un hombre odie a quien le hace
mal puede ser censurable, pero no es incomprensible. Sin embargo, ¿cómo puede
un hombre odiar a quien es bueno, a quien que le hace el bien?
Este problema es casi tan viejo
como la humanidad. ¿Por qué Caín odió a Abel? ¿Por qué los judíos persiguieron
e incluso mataron a los profetas? ¿Por qué los romanos persiguieron a los
cristianos?
Más recientemente, ¿Por qué fue
derramada por los protestantes tanta sangre de mártires? ¿Por qué hizo lo mismo
la Revolución Francesa, o la Revolución bolchevique en Rusia? ¿Cómo explicar el
odio de los comunistas en la guerra civil española, en las persecuciones en
México, en Hungría, en Yugoeslavia? La tierra aun llora la muerte del Cardenal
Stepinac y uno se pregunta: ¿Por qué fue él tan odiado?
Bien sabemos que, formuladas así,
tales preguntas parecerán a muchos un tanto simplistas. El odio de los enemigos
de la Iglesia no siempre fue gratuito. No faltaron, por veces, también de parte
de los católicos, provocaciones y excesos que generaron reacciones. De otro
lado, hubo en cierto número de casos, equívocos, mal entendidos e
incomprensiones que dieron lugar a violencias. Hubo entonces mártires, no
porque la Iglesia fuese debidamente conocida y sin embargo odiada como tal,
sino precisamente porque ella era desconocida o desfigurada indebidamente.
No negamos nada de esto. Sin
embargo, reducir a estas causas el odio de las tinieblas contra la Luz, del mal
contra el Bien, eso sí es singularmente simplificar el problema.
Es lo que en la Pasión se
evidencia con claridad meridiana.
* * *
Notemos, primero que nada, que si
los católicos pueden tener fallas, Nuestro Señor no las tuvo. Ya sea en cuanto
al fondo y a la forma, sea en cuanto al tacto y a la oportunidad con que
enseñaba, sea aún en cuanto al carácter edificante de sus ejemplos, al valor
apologético de sus milagros, y al aspecto santísimo y deslumbrante de su
Persona, no podría haber duda alguna. Él no dio pretexto a ninguna objeción
legítima, a ninguna queja sólida.
Por el contrario, sólo dio
ocasiones a que lo adorasen y lo siguiesen. Entre tanto, también Él fue odiado,
más odiado hasta que a sus fieles a lo largo de los siglos. ¿Cómo explicar
esto? Es que en los hijos de las tinieblas hay un odio que se vuelca precisamente
contra la Verdad y el Bien.
Es, pues, inútil querer atribuir
todo a un mero juego de equívocos. Estos han existido, sin embargo, no
resuelven el problema.
* * *
Alguno dirá tal vez que este odio
es bien simple de explicar. La Ley de Dios es austera. Quien no quiere
sujetarse a los sacrificios inherentes a la observancia de ella, desobedece y
fácilmente se revela. La rebelión a su vez, genera odio, especialmente odio
contra la Verdad y el Bien.
No negamos que, en la generalidad
de los casos, esté ahí la raíz del odio contra Dios. Mas, para comprender el
problema, es necesario no simplificar tanto.
Todo pecado es una ofensa a Dios.
Sin embargo, hay pecadores que conservan alguna tristeza del mal que practican
y cierta admiración por el bien que no hacen. Por esto, lamentan la vida que
llevan, aconsejan a otros a no seguirles el ejemplo, y prestan honra a los que
proceden bien. De esta actitud humilde proviene, muchas veces, que Nuestro
Señor les conceda grandes gracias y ellos vuelvan al camino de la salvación.
Si sólo hubiese en Israel de estos
pecadores, no creo que Jesús hubiese sido perseguido, y aun menos, crucificado.
Si de esos fuese Caín, no habría, matado a Abel. Si todos los pecadores de la
Historia hubiesen sido como esos, no habría ella registrado las horribles
persecuciones de que hablamos arriba.
¿Cómo son, entonces, los pecadores
que constituyen las almas rabiosas que mueven las persecuciones contra la
Iglesia? Aquí está el problema.
* * *
El pecador entristecido y
avergonzado de que tratamos no puede ser propiamente llamado un impío. El caerá
en la impiedad, si de tal manera se embotase en el pecado, que lo hiciera
perder la tristeza de practicarlo y la admiración por los que ejercen la
virtud. Nacerá, entonces, de ahí una impiedad de primer grado, por así decir,
que redundará en indiferencia por la Religión y por la moral. Al impío de este
género, sólo sus intereses personales importan. Tanto se le da vivir en un ambiente
bueno o malo: desde que gane dinero y haga carrera, o se divierta, cualquier
cosa le sirve.
Evidentemente, esta impiedad es
muy censurable. Fueron culpables de ella todos los que en Jerusalén asistieron
a la Pasión como meros curiosos. Y los que a través de la Historia, hasta hoy
en día, se juzgan en el derecho de presenciar la lucha entre los hijos de la
luz y los hijos de las tinieblas sin tomar partido, como una egoísta “tercera
fuerza”. Pero, una vez más, gente de este tipo, de por sí, no habría practicado
el deicidio.
* * *
Sin embargo, hay almas que van más
lejos. Movidas por la sensualidad, por el orgullo, por otro vicio cualquiera,
llevan la malicia tan lejos, de tal manera se identifican con el pecado, que
llegan a sólo sentirse bien donde se lisonjeen sus malos hábitos, y a no
soportar nada que constituya censura o hasta mero desacuerdo en relación a
ellos. De ahí surge un odio a los buenos y al Bien, a los paladines de la
verdad y a la Verdad misma, que les da como que un ideal negativo. Voltaire lo
expresó muy bien en su lema “écraser
l’infâme” (¡“aplastar al infame”, esto es, al Verbo Encarnado!). Hacer de
esto un anhelo de todos los momentos, el “ideal” de una vida, he aquí lo que es
la quintaesencia de la impiedad. Gente así reúne todos los requisitos para
planear, urdir y ejecutar la persecución. Si en Israel no hubiese gente así,
Nuestro Señor no hubiese sido crucificado.
* * *
Dios no niega su gracia a nadie.
Impíos de estos también pueden convertirse, y de todo corazón. Con todo, cabe
acrecentar que, en cuanto no lo hacen, ya tienen en esta tierra la más
importante característica de los condenados al infierno.
Realmente, se piensa en general,
que los condenados, si pudiesen, huirían todos para el Cielo. Esto no es
verdad. Ellos tienen tanto odio a Dios, que aunque pudiesen librarse del fuego
eterno en el cual están presos, no lo harían si tuviesen que con esto prestar a
Dios un acto de amor y obediencia.
Tal es la fuerza de este odio. Y
es a la luz de esto que se comprende bien lo que llamaríamos de impío de
segundo grado.
Fue esta impiedad quintaesenciada
la fuerza motriz que animó a la Sinagoga a la rebelión contra el Mesías. Fue
ella la que movió la lucha de los impíos contra la Iglesia, contra los buenos
católicos, en el decurso de los siglos.
* * *
Hijos de las tinieblas… esos son
los impíos. Príncipe de las tinieblas, ese es Satanás. ¿Qué relación existe
entre ellos? Judas era un hijo de las tinieblas. Nos dice el Evangelio que el
demonio entró en él (Luc. 22, 3). Sabemos por la Fe que “andan por el mundo
para perder las almas” espíritus malignos. Cuando el demonio consigue realizar
en un alma su obra completa, llévala a este estado de impiedad. Recíprocamente,
un alma así es campo abierto para las tentaciones del demonio. Es fácil ver,
pues, que tales impíos son los mejores auxiliares del infierno en la lucha
contra la Iglesia.
* * *
Señor, en esta hora de
misericordia en que consideramos vuestro Cuerpo sacrosanto verter por todos
lados vuestra Sangre redentora, Os pedimos, por los méritos infinitos de esa
misma sangre preciosísima y por las lágrimas de vuestra y nuestra Madre, nos
mantengáis muy lejos de cualquier impiedad: “no permitas que nos separemos de
Ti”, de todo corazón Os lo imploramos.
Por toda parte por donde los impíos
persiguen a los hijos de la luz, y muy especialmente en la Iglesia del
Silencio, sed la fuerza de los perseguidos, no sólo para que no desfallezcan,
como para que se levanten, se articulen, y aplasten a vuestros adversarios. Por
el Inmaculado Corazón de María, Os lo rogamos.
Y, ya que en la última hora
prometisteis el Paraíso al buen ladrón, Señor, por los méritos de vuestra
agonía Os suplicamos, en unión con María, que vuestra misericordia descienda
hasta los antros ocultos de la impiedad, a fin de convidar para las vías de la
virtud a vuestros peores adversarios.
Y aun por misericordia, Señor,
confundid, humillad y reducid a la entera impotencia a los que, rechazando los
más extremos llamados de vuestro amor, persisten en trabajar para destruir la
civilización cristiana y hasta – como si fuese posible – vuestra Esposa
mística, la Santa Iglesia.
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