Plinio Corrêa de
Oliveira
Catolicismo Nº 75 -
Marzo de 1957
En materia de tolerancia, tal vez más
que en cualquier otra, la confusión reina tan completamente, que parece
indispensable esclarecer el alcance de los términos antes de abordar el mérito
de la cuestión.
¿Qué es precisamente la
tolerancia?
Imagínese la situación de un
hombre que tiene dos hijos: uno de principios sanos y voluntad fuerte y otro de
principios indecisos y voluntad vacilante. En determinado momento aparece en el
lugar en que reside la familia un profesor que dará un curso de vacaciones
extraordinariamente útil para ambos hijos. El padre desea que sus hijos asistan
al curso, pero ve que esto implicará en privarlos de varios paseos a los cuales
ambos están muy apegados. Pesados los pro y los contra, el padre fija su juicio
sobre el asunto: conviene más que sus hijos renuncien a algunas distracciones,
por lo demás muy legítimas, que perder una ocasión extraordinaria de
desarrollarse intelectualmente. Una vez comunicada la decisión a los hijos, la
actitud de ellos varía. El primero, después de un momento de rechazo, accede a
la voluntad paterna. El otro se lamenta, implora, suplica al padre que cambie
su decisión, y da tales muestras de irritación, que es de temer un grave
movimiento de rebelión de su parte.
Delante de esto, el padre mantiene
su decisión en cuanto al hijo bueno. Pero considerando lo que le cuesta al hijo
mediocre el esfuerzo de la rutina escolar y previendo las muchas ocasiones de
conflicto que surgirían en la vida diaria en las relaciones de ambos, para la
eventual salvaguarda de principios morales impostergables, juzga mejor no
insistir y da su consentimiento para que ese hijo no haga el curso.
Actuando así con el hijo mediocre
y tibio, el padre le dio un permiso a de mala gana. Un permiso que no es de
modo alguno una aprobación. Un permiso que le fue como que arrancado por
la mala disposición de su hijo. Para evitar un mal (la tensión con el hijo), el
padre consintió en un bien menor (las excursiones de vacaciones), y desistió de
un bien mayor (el curso de verano). Es a este tipo de consentimiento dado sin aprobación,
y hasta con censura, que se llama tolerancia.
Está claro que, a veces, la
tolerancia es el consentimiento, no en un bien menor para evitar un mal, sino
en un mal menor para evitar uno mayor. Sería el caso de un padre que, teniendo
un hijo que contrajo varios vicios graves, y puesto en la imposibilidad de
hacerlos cesar todos, forma el proyecto de combatirlos sucesivamente. Así, en
cuanto procura obstaculizar un vicio, cierra los ojos a los demás. Este cerrar
de ojos, que es un consentimiento dado con profundo disgusto, tiene como fin
evitar un mal mayor, esto es que la enmienda moral del hijo se vuelva
imposible. Esto es lo que caracteriza una actitud de tolerancia.
* * *
Lot y sus hijas huyen de Sodoma,
incendiada por la cólera divina
(mosaico del siglo XII, catedral de Monreal,
Italia) (*)
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Como acabamos de ver, la
tolerancia sólo puede ser practicada en situaciones anormales. Si no hubiese
malos hijos, por ejemplo, no habría necesidad de tolerancia de parte de los
padres.
Así, en una familia, cuanto más
los miembros fueren forzados a practicar la tolerancia entre sí, tanto más
anómala será la situación.
Se siente mucho la realidad de lo
que está aquí dicho si se considera el caso de una orden religiosa o de un
ejército en que los jefes o superiores tengan que usar habitualmente una
tolerancia sin límites con sus subordinados. Tal ejército no está apto para
ganar batallas. Tal orden religiosa no está caminando para las altas y rudas cimas
de la perfección cristiana.
En otros términos, la tolerancia
puede ser una virtud. Pero es virtud característica de las situaciones anómalas,
ruinosas, difíciles. Ella es, por así decir, la cruz de cada día del católico fervoroso
en las épocas de desolación, decadencia espiritual y ruina de la civilización cristiana.
Por esto mismo se comprende que la
tolerancia sea tan necesaria en un siglo de catástrofe, como el nuestro. A todo
momento, el católico se encuentra, en nuestros días, en la contingencia de
tolerar algo: en el tranvía, en el autobús, en la calle, en los lugares en que
trabaja, en las casas en que hace visitas, en los hoteles en que veranea, él
encuentra a todo momento abusos que le provocan una lamento interior de indignación.
Lamento que, entretanto, en ocasiones normales sería un deber de honra y de coherencia.
De pasada, es curioso hacer
observar la contradicción en que caen los adoradores de este siglo. De un lado,
elevan enfáticamente a las nubes sus cualidades, y silencian o subestiman sus
defectos. De otro, no cesan de apostrofar a los católicos intolerantes,
suplicando tolerancia en favor del siglo. Y no se cansan de afirmar que esa
tolerancia debe ser constante, omnímoda y extrema. No se comprende cómo no perciben
la contradicción en que se colocan. Pues sólo hay tolerancia en lo que es
anormal, y proclamar la necesidad de mucha tolerancia es afirmar la existencia
de mucha anomalía.
De cualquier manera, griegos y
troyanos están de acuerdos en reconocer que la tolerancia en nuestra época es
muy necesaria.
* * *
En estas condiciones, es fácil percibir
cuánto es de errado andar pregonando a todo momento en favor de la tolerancia.
En efecto, habitualmente se le da
a este vocablo un sentido elogioso. Cuando se dice que alguien es tolerante,
esta afirmación viene acompañada de una serie de alabanzas implícitas o
explícitas: gran alma, gran corazón, espíritu generoso, comprensivo, naturalmente
propenso a la simpatía, a la cordura, a la benevolencia. Y, como es lógico, el
calificativo de intolerante también trae consigo una secuela de censuras más o
menos explícitas: espíritu estrecho, temperamento bilioso, malévolo, espontáneamente
inclinado a desconfiar, odiar, resentirse y vengarse.
En realidad, nada es más
unilateral. Pues, si hay casos en que la tolerancia es un bien, hay otros en
que es un mal. Y puede llegar a ser un crimen. Así, nadie merece encomio por el
hecho de ser sistemáticamente tolerante o intolerante, mas por ser una u otra
cosa conforme lo exigen las circunstancias.
El problema se sale de lugar. No se
trata de saber si alguien puede o debe ser tolerante o intolerante por sistema.
Importa, eso sí, indagar cuándo se debe ser una u otra cosa.
* * *
Antes de todo cumple resaltar que
hay una situación en la cual el católico tiene que ser siempre intolerante. Y esta
regla no admite excepciones. Es cuando se desea que, para complacer a otros, o
para evitar algún mal mayor, la persona cometa algún pecado. Pues todo pecado
es una ofensa a Dios. Y es absurdo pensar que en alguna situación Dios pueda
ser virtuosamente ofendido.
Esto es tan obvio, que parecería
superfluo decirlo. Entretanto, en la práctica, cuántas veces sería necesario
recordar este principio.
Así, por ejemplo, nadie tiene el
derecho de, por tolerancia con los amigos, y con la intención de despertar en
ellos la simpatía, vestirse de modo inmoral, adoptar las maneras licenciosas o
livianas de las personas de vida desordenada, ostentar ideas temerarias,
sospechosas o hasta erradas, o alardear vicios que en la realidad – gracias a
Dios – no tienen.
Que un católico, para dar otro
ejemplo, consciente de los deberes de fidelidad que le incumben para con la escolástica,
profese otra filosofía sólo para granjear simpatías en cierto medio, es una
forma de tolerancia inadmisible. Pues peca contra la verdad quien profesa un
sistema en que sabe existen errores, aun cuando estos no sean contra la fe.
Pero los deberes de la
intolerancia, en casos como estos, van más lejos. No basta que nos abstengamos
de practicar el mal. Es preciso también que nunca lo aprobemos, ni por acción ni
por omisión.
Un católico que delante del pecado
o del error, toma una actitud de simpatía, peca contra la virtud de la
tolerancia. Es lo que se da cuando él presencia, con una sonrisa sin
restricciones, una conversación o una escena inmoral, o cuando, en la discusión,
reconoce a otros el derecho de abrazar la opinión que se les antoje sobre la religión.
Esto no es respetar al adversario, es respetar sus errores o pecados. Esto es
aprobar el mal. Y hasta allá un católico no puede llegar jamás.
A veces, sin embargo, se llega
hasta allá pensando no haber pecado contra la intolerancia. Es lo que ocurre
cuando ciertos silencios en frente del error o del mal dan la idea de una aprobación
tácita.
En todos estos casos, la
tolerancia es un pecado, y sólo en la intolerancia consiste la virtud.
* * *
Leyendo estas afirmaciones, es
admisible que ciertos lectores se irriten. El instinto de sociabilidad es
natural al hombre. Y este instinto nos lleva a convivir con los otros de modo
armonioso y agradable.
Ahora bien, en circunstancias cada
vez más numerosas el católico está obligado, dentro de la lógica de nuestra argumentación,
a repetir delante del siglo el heroico “non possumus” de Pío IX: no podemos
imitar, no podemos concordar, no podemos callar. Luego se crea en torno de
nosotros aquel ambiente de guerra fría o caliente con que los partidarios de
los errores y modas de nuestra época persiguen con implacable intolerancia, y
en nombre de la tolerancia, a todos los que osan no concordar con ellos. Una cortina
de fuego, de hielo o simplemente de celofán nos cerca y aísla. Una velada excomunión
social nos mantiene al margen de los ambientes modernos. Ahora, de esto el
hombre moderno tiene miedo casi como de la muerte. O más que de la propia
muerte.
No exageramos. Para tener derecho
de ciudadanía en tales ambientes, hay hombres que trabajan hasta matarse con
infartos y anginas cardiacas, hay señoras que ayunan como ascetas de la
Tebaida, y llegan a exponer gravemente su salud. Ahora, perder una “ciudadanía”
de tal “valor”, solo por amor a los principios… es preciso realmente amar mucho
los principios.
Y después está la pereza. Estudiar
un asunto, compenetrarse de él, tener enteramente a mano en cualquier
oportunidad los argumentos para justificar una posición… cuánto esfuerzo…
cuánta pereza. Pereza de hablar, de discutir, está claro. Sin embargo, más aún,
pereza de estudiar. ¡Y sobre todo la suprema pereza de pensar con seriedad
sobre algo, de compenetrarse de algo, de identificarse con una idea, un
principio! La pereza sutil, imperceptible, omnímoda, de ser serio, de pensar
seriamente, de vivir con seriedad, cuánto aparta de esta intolerancia
inflexible, heroica, imperturbable, que en ciertas ocasiones y en ciertos
asuntos (en tantas ocasiones, en tantos asuntos, mejor sería decir) es hoy como
siempre el deber del verdadero católico.
La pereza es hermana de la
displicencia. Muchos se preguntarán por qué tanto esfuerzo, tanta lucha, tanto
sacrificio, si un paseo no hace el verano, y con nuestra actitud los otros no
mejoran. Extraña objeción. Como si debiésemos practicar los mandamientos sólo
para que los otros los practiquen también, y quedásemos dispensados de hacerlo
una vez que los demás no nos imitan.
Atestiguamos delante de los
hombres nuestro amor al bien y nuestro odio al mal para dar gloria a Dios. Aun cuando
el mundo entero nos reprobase, deberíamos continuar haciéndolo. Que los otros
no nos acompañen no disminuye los derechos que Dios tiene de nuestro
obediencia.
Pero estas razones no son las
únicas. También está el oportunismo. Estar de acuerdo con las tendencias
dominantes es algo que abre todas las puertas y facilita todas las carreras. Prestigio,
confort, dinero, todo, todo se vuelve más fácil y más obtenible si se acomoda
con la influencia dominante.
Por donde se ve cuánto cuesta el
deber de la intolerancia. Lo que nos da el punto de partida para el artículo
siguiente, donde pretendemos tratar de los límites de la intransigencia, y de
los mil medios que hay para defenderla.
Continuará…
(*)
Magnífico ejemplo de la intolerancia final de Dios, que no quiso dejar
subsistir aquel antro de abominación. Magnífico ejemplo, también, de
intolerancia del varón justo, que nada quiso de común con los vicios de su
patria, y por eso fue perdonado en el día de la ira (2 Ped. 2, 6-8). La mujer
de Lot, por el contrario, representa la tolerancia viciosa. Afectivamente,
conservó un apego desordenado a su ciudad, en el propio momento en que la
abandonaba. Manifestó así una complacencia para con el mal del cual huía. Dios la
inmovilizó en su insensata actitud, para eterna lección de los que quisieren
servir a dos señores.
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