Plinio Corrêa de
Oliveira
Catolicismo, N. 78,
junio de 1957
En artículo anterior
(“Catolicismo”, N. 75, marzo de 1957 ver aquí),
tratamos el problema de la tolerancia, estableciendo que ésta, así como su
contraria, que es la intolerancia, no se pueden calificar como intrínsecamente
buenas, ni intrínsecamente malas. En otras palabras, hay casos en que tolerar
es un deber, y no tolerar es un mal. Y otros casos hay, en que, por el
contrario, tolerar es un mal y no tolerar es un deber.
Volvemos ahora al asunto, no para
desarrollar aún más los principios básicos que ya expusimos, sino para mostrar
los riesgos de la tolerancia y las precauciones con que se debe practicar.
Alegoría de la entrada de Enrique IV en París, por Rubens (*) |
Para evitar la aridez de una
exposición exclusivamente doctrinal,
figurémonos la situación de un oficial, que nota en su tropa graves
síntomas de agitación. Se le pone un problema: a) ¿Será el caso de castigar con
todo el rigor de la justicia a los responsables? b) ¿O será mejor tratarlos con
tolerancia? Esta segunda solución daría lugar a otras preguntas. ¿En qué medida
y de qué manera practicar la tolerancia? ¿Aplicar penas blandas? ¿No
aplicarlas, llamando a los culpables y aconsejándoles afectuosamente que
cambien de actitud? ¿Fingir que se ignora la situación? ¿Empezar tal vez por la
más benigna de estas soluciones, e ir aplicando sucesivamente las demás, a
medida que los procesos disuasivos o blandos se vayan haciendo notoriamente
insuficientes? ¿Cuál es el momento exacto en que se debe renunciar a este
proceso para adoptar otro más severo?
Estas son preguntas que
forzosamente asaltarán el espíritu de muchos oficiales, pero también de
cualquier persona con autoridad o responsabilidad en la vida civil, siempre que
tenga exacta conciencia de sus obligaciones. ¿Qué padre de familia, qué jefe de la Administración, qué director de
empresa, qué profesor, qué líder, no se
ha tropezado mil veces con todas estas preguntas, con todos estos problemas,
con situaciones como esta? ¿Cuántos
males evitó por haberlas resuelto con perspicacia y vigor de alma? ¿Y cuántos
tuvo que soportar por no haber dado una solución acertada a las situaciones en
que se encontraba?
En realidad, la primera medida que
debe tomar quien se ve en situaciones como ésta, consiste en hacer un examen de
conciencia para precaverse contra las celadas que su carácter le pueda tender.
Debo confesar que, a lo largo de
mi vida, he visto en esta materia los mayores disparates. Y casi todos ellos
conducían al exceso de tolerancia.
Los males de nuestra época han
adquirido el cariz alarmante que actualmente presentan, porque existe hacia ellos
una simpatía generalizada, de la cual participan frecuentemente aquellos mismos
que los combaten.
* * *
Hay, por ejemplo, muchos
antidivorcistas. Pero entre ellos, numerosos son los que, oponiéndose al
divorcio, tienen una manera de ser sentimental. En consecuencia, consideran
románticamente los problemas nacidos del “amor”. Puestos delante de la
situación de un matrimonio amigo, esos antidivorcistas pensarán que es
sobrehumano, por no decir inhumano, exigir del cónyuge inocente e infeliz que
rechace la posibilidad de comenzar una nueva vida (esto es, de dar muerte a su
alma por el pecado). De boca para fuera, continuarán “lamentándose por el gesto”
de este último, etc., etc. Pero cuando se le ponga el problema de la
tolerancia, habrán hecho todo un montaje interior para justificar las
condescendencias más extremas y más contrarias a la moral. Así, comentarán con
blandura e indolencia lo ocurrido, recibirán en su casa a los recién “casados”,
los visitarán, etc. O sea, por el ejemplo trabajarán en favor del divorcio, al
mismo tiempo que por la palabra lo condenarán. Está claro que el divorcio tiene
mucho más que ganar que perder con tal conducta de millares o millones de
antidivorcistas.
¿Cómo llegaron a la decisión de
tolerar tan desdichadamente el cáncer roedor de la familia? Es porque en el
fondo tenían una mentalidad divorcista.
Pero no paremos aquí. Tengamos el
valor de decir la verdad entera. El hombre moderno tiene horror a la ascesis.
Le es antipático todo lo que exige de la voluntad el esfuerzo de decir “no” a
los sentidos. El freno de un principio moral le parece odioso. La lucha diaria
contra las pasiones le parece una tortura china.
Y por esto, no sólo con los divorciados,
el hombre moderno, aun cuando dotado de buenos principios, es exageradamente
complaciente.
Hay legiones enteras de padres y
profesores que por esto mismo son indulgentes, en exceso, con sus hijos o
alumnos. Y el estribillo es siempre el mismo: Pobrecillo... Pobrecillo porque
tiene pereza; no le gusta que los mayores le llamen la atención; come dulces a
escondidas; frecuenta malas compañías; va a malos cines; etc. Y porque es un “pobrecillo”
raras veces recibe el beneficio de un castigo severo. No es necesario decir en
que da esa educación. Los frutos ahí están. Son millares, millones de desastres
morales ocasionados por una tolerancia excesiva. “El que ahorra la vara a su
hijo, odia a su hijo”, enseña la Escritura (Prov. 13, 24). Pero, ¿a quién le
interesa eso?
Lo mismo ocurre frecuentemente, mutatis mutandis, en las relaciones
entre patrones y obreros de cierto género, ya que aquellos, tan paganizados
cuanto estos, sienten que si fuesen obreros también serían unos revoltosos.
Y en todos los campos los ejemplos
se podrían multiplicar.
Claro está que dicha tolerancia se
apoya en todo tipo de pretextos. Se exagera el riesgo de una acción enérgica.
Se acentúa demasiado la posibilidad de que las cosas se solucionen por sí
mismas. Se cierran los ojos para los peligros de la impunidad. Y así por
delante.
En realidad, todo esto se evitaría
si la persona que está en la alternativa de tolerar o no tolerar fuese capaz de
desconfiar humildemente de sí.
¿Tengo ocultas simpatías hacia
este mal? ¿Tengo miedo de la lucha que la intolerancia traería consigo? ¿Tengo
pereza de los esfuerzos que una actitud intolerante me impondría? ¿Encuentro
ventajas personales de cualquier naturaleza en una actitud conformista?
Sólo después de un examen de
conciencia como éste la persona podrá enfrentar la dura alternativa: tolerar o
no tolerar. Pues sin este examen nadie podrá estar seguro de tomar en relación
a sí mismo las diligencias necesarias a fin de no pecar por exceso de
tolerancia.
Hay, a grosso modo, un consejo muy
apropiado para los que se encuentran en esta alternativa. Todo hombre tiene
tendencias malas que están particularmente arraigadas en él. Uno es apático, el
otro violento, otro ambicioso, otro escéptico, etc. Siempre que la tolerancia
exija la victoria sobre la mala tendencia que en nosotros sea más profunda, no
necesitamos tener mucho miedo de pecar por exceso de tolerancia. Pero siempre
que ésta lisonjee nuestras malas inclinaciones, abramos los ojos, pues el
riesgo es grave. Así, si somos apáticos, no es probable que pequemos por
demasiada tolerancia para con un amigo que nos incita a la acción: nada más
empalagoso, esquivo o colérico que el perezoso contrariado en su modorra. Si
somos irascibles, no corremos mucho riesgo en exagerar la tolerancia para con
los que nos injurian. Si somos sensuales, es poco probable que nos mostremos
demasiado rigoristas en materia de modas. Y si tenemos un espíritu servil en
relación a la opinión pública, difícilmente nos excederemos en invectivas
contra los errores de nuestro siglo.
Otro excelente consejo, para no
pecar por exceso de tolerancia, consiste en desconfiar mucho más de una
flaqueza nuestra en este punto, cuando están en juego derechos de terceros, que
cuando se trata de los nuestros.
Habitualmente, somos mucho más “comprensivos”
cuando los otros son los que están en causa. Perdonamos más fácilmente al
ladrón que robó a nuestro vecino, que al que asaltó nuestra propia casa. Y
somos más propensos a recomendar el olvido de las injurias, que a practicarlo.
Y en este punto no perdamos de
vista el doloroso hecho de que, según los primeros impulsos de nuestro egoísmo,
Dios sería muchas veces para nosotros un tercero.
Así, estamos mucho más inclinados a disculpar una
ofensa hecha a la Iglesia, que la injuria que nos es hecha a nosotros; a
soportar la lesión de un derecho de Dios, que un interés nuestro.
En general, éste es el estado de
espíritu de los católicos hipertolerantes. Su lenguaje es imaginativo, sin
energía, sentimental. Sólo saben argumentar — si es que se puede llamar a esto
argumento — con el corazón. Hacia los enemigos de la Iglesia, están llenos de
ilusiones, atenciones, obsequios y muestras de afecto.
Pero se ofenden terriblemente, si
un católico celoso les hace ver que están sacrificando los derechos de Dios. Y,
en lugar de argumentar en términos de doctrina, transponen el asunto al terreno
personal. ¿Acaso piensan que soy tibio? ¿Que no sé perfectamente lo que tengo
que hacer? ¿Dudan de mi sabiduría? ¿De mi valor? ¡Oh no!, ¡esto no lo puedo
soportar! Y su pecho empieza a respirar nervioso, su rostro se llena de rubor,
sus ojos se inundan de lágrimas, su voz toma una inflexión particular.
¡Cuidado! Este hipertolerante está en el auge de una crisis de intolerancia.
Cualquier violencia, cualquier injusticia, cualquier unilateralidad se puede
esperar de él. Es que su tolerancia de fachada sólo existía cuando estaban en
juego valores insípidos y secundarios como la ortodoxia, la pureza de la Fe,
los derechos de la Santa Iglesia. Pero cuando su nadilla entra en escena, todo
cambia. Y helo aquí dispuesto a precipitar al infierno a quien le ofenda, aun
levemente, con indignación análoga a la que San Miguel tuvo contra el demonio: “¿Quién
como yo?”
Veremos, finalmente, en un próximo artículo,
como debe ser practicada la tolerancia en los casos en que es justa.Continuará
(*) El resultado de las guerras de religión en Francia del siglo XVI fue el establecimiento de un sistema de tolerancia. Enrique IV, candidato de los hugonotes al trono francés, convirtiéndose al catolicismo, pudo asumir la corona que por derecho dinástico le pertenecía. Y promulgó el edicto de Nantes, que concedía un régimen de tolerancia a los protestantes. La medida, quizás necesaria en aquél momento, tuvo malas consecuencias a lo largo del tiempo. Fue mérito de Luis XIII abatir la soberbia de los herejes, y mérito de Luis XIV revocar el peligroso edicto.
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