Plinio
Corrêa de Oliveira
La
idea de la realeza de nuestro Señor Jesucristo ha estado presente en la Iglesia
desde el tiempo de su vida en la tierra. Por ejemplo, fue él mismo quien lo
afirma cuando Pilato le preguntó: “¿Eres tú el Rey de los judíos?”. Y él le
respondió y dijo: “Tú lo dices” (Lucas 23, 3).
Bajo
varios títulos encontramos manifestaciones de Cristo como Rey presente en la
Iglesia desde sus comienzos. Hay una devoción muy antigua que se llama el
Cristo Pantocrátor – la palabra griega para Cristo como Señor de todas las
cosas. Él está sentado en majestad en un trono y rodeado por un arco iris
circular o por una aureola.
El
arco iris en las Escrituras simboliza la alianza que Dios hizo con el hombre
después del diluvio; la aureola es un símbolo que estaba reservado para indicar
que Él se levantó de la muerte. Desde su trono en las alturas Él gobierna sobre
todas las cosas. Es decir, Él gobierna sobre la Iglesia triunfante y la Iglesia
militante, las que Él gobierna como Rey desde su ascensión hasta los últimos
tiempos, y, de ahí en adelante, para siempre jamás. Él es el soberano y señor
de todas las cosas.
Cristo merece el título de rey por dos razones
distintas
Él
es nuestro Rey por derecho de nacimiento, porque hay un principio que establece
que cuando un ser es inmensamente superior a otro, el primero adquiere
autoridad sobre el segundo. Nuestro Señor tiene una superioridad sobre nosotros
infinita, porque él es un hombre hipostáticamente unido a la Segunda Persona de
la Santísima Trinidad. Por su humanidad, así como su divinidad, Él es el Rey y
la cabeza de toda la humanidad.
Él
es también Rey del género humano como Redentor, porque Él redimió a la
humanidad: Él se sacrificó, inmolándose en la Cruz, y con su ofrenda, Él salvó
a la humanidad del infierno y abrió las puertas del cielo. Con su sangre
conquistó toda la humanidad. Él adquirió un derecho real sobre todos los
hombres. De ahí que la realeza de Cristo Nuestro Señor puede contemplarse
considerándolo ya sea en su trono o en su cruz, porque los dos derechos, aunque
diferentes, son, sin embargo reversibles.
Rey de la Iglesia y Rey del Estado
La
humanidad puede ser vista en dos tipos de sociedades: la sociedad espiritual
(la Iglesia) y la sociedad temporal (el Estado).
Nuestro
Señor es el Rey de la sociedad espiritual, la Iglesia Católica. Él fue su
fundador; Él es la fuente de toda gracia y privilegio; Él estableció sus
preceptos. Él es la cabeza de esta sociedad monárquica, también llamada a su
Cuerpo Místico. Por lo tanto, Él es el Rey de la Iglesia en el sentido propio y
verdadero de la palabra.
El
Papa es el rey de la Iglesia, puesto que él es el Vicario de Cristo, el
representante de Cristo. El poder monárquico que ejerce el Papa ―el poder de
las llaves― es un poder que Cristo ha delegado a su Vicario.
Si
hubiera que entender esta separación e independencia en toda su extensión, se
podría decir que nuestro Señor es sólo Rey de la Iglesia y que el Estado no
tiene un rey. Ello también implicaría que los Estados católicos no tienen que
reconocer a nuestro Señor como su Rey. Estas aplicaciones son falsas. Los
Estados, por su naturaleza temporal deben tener a nuestro Señor como su Rey.
Todo Estado tiene la obligación de aplicar las leyes de nuestro Señor
Jesucristo, y, si no es así, se trata de un Estado en una etapa de rebelión
contra su verdadero Rey.
¿Es
posible demostrar que nuestro Señor es el verdadero Rey del Estado? Ya lo hemos
hecho. Él tiene el derecho sobre todos los hombres a causa de su nacimiento
como el Verbo encarnado y por su conquista en la redención de la humanidad.
Por
lo tanto, el Estado debe reconocer a la Iglesia Católica como la única
verdadera y oficial iglesia. No puede permitir el proselitismo de las falsas
religiones, aun cuando las reconoce en su lugar en la sociedad ―que no es de
relevancia― y las tolera cuando no hay otra solución. Por ejemplo: el Estado
brasileño debería siempre evitar permitir la inmigración de protestantes o
cismáticos a nuestro país. Si no hay otra solución, sin embargo, lo puede
tolerar. Pero lo debe evitar tanto cuando posible, o sería ir en contra de la
realeza de nuestro Señor Jesucristo.
Todas
las leyes del Estado deberían inspirarse en la Iglesia, como solía ser antes de
la Revolución Francesa. De hecho, en esa época, cuando la Iglesia promulgaba
una ley, también debía ser aplicada en el Estado sin la necesidad de ser
ratificada. Digamos que la Iglesia estableciera nuevas leyes sobre nacimientos,
matrimonios, entierros o educación: el Estado automáticamente las acepta y
aplica también.
Las
autoridades religiosas eran objeto de respeto público y honor porque eran las
autoridades de la verdadera Iglesia del Dios verdadero, que era el Rey del
Estado.
Para
demostrar su respeto por la Iglesia, el Estado debe organizar la vida civil,
cultural y artística de acuerdo con la ley de nuestro Señor Jesucristo. Esto es
una consecuencia del principio de que nuestro Señor es el Rey de las sociedades
humanas.
Estas
nociones son muy familiares para nosotros, a pesar de que han sido generalmente
olvidadas en la actualidad. Todo lo que escuchamos ya sea desde los púlpitos o
las autoridades progresistas nos llevaría no sólo a olvidar, sino también para
a estos principios. En consecuencia, nosotros, los católicos nos estamos
acostumbrando a la idea errónea de que el Estado debería naturalmente ser a-religioso,
que no tiene nada que ver con nuestro Señor Jesucristo. Así, hoy podemos ver el
Estado civil constantemente ignorando y negando a nuestro Señor.
Este
es el principio de la realeza de nuestro Señor en las dos esferas (temporal y
espiritual).
La razón práctica para recalcar estas verdades
Una
cosa es creer en estas verdades teóricamente; y otra es vivir con un constante
sentido de que son verdaderas. Cada vez que vemos negada la realeza de nuestro
Señor en la sociedad civil, tenemos que estar conscientes de ello, sintiendo
tristeza por ello e indignándonos por tal negación. Esta verdad debe estar viva
en nosotros, como si fuera parte de nuestra piel. Debemos estar tristes al
presenciar el laicismo que invade toda la actividad social, en dirección hacia
el ateísmo. Debemos soportar la vida en la sociedad actual como unos exiliados,
porque se niega la realeza de Jesucristo y se pone todo patas para arriba.
Debemos hacer una protesta interna continua contra esta situación.
Sólo
con este estado mental podemos ser verdaderos soldados de Cristo Rey.
Creo
que esta es una manera sentimental y liberal para no ver la realidad y el
verdadero tomento que Cristo está sufriendo por la negación de su realeza que
está ocurriendo allí en esa sala. La realidad es bastante diferente de lo que
el sentimental católico está pensando. Aunque es bueno tener un crucifijo allí,
todo el sistema del derecho y de la justicia de nuestro país hace caso omiso de
Jesucristo. Por tanto, el choque de ese remanente de un viejo orden, con el
laicismo que domina la ley y los sistemas de justicia actuales, hace una
afrenta a nuestro Señor.
Por
lo tanto, el verdadero y fiel vasallo de Cristo Rey, el verdadero guerrero de
Cristo Rey, debe constantemente mantener una plena noción de lo que está
sucediendo a su alrededor, viendo y lamentando todo lo que niega la realeza de
nuestro Señor. Es inútil sólo tener ideas abstractas genéricas si no se aplican
a las situaciones prácticas de la vida.
Un
católico que no asume una actitud de tristeza y amargura cuando ve la realeza
de nuestro Señor siendo negada hoy no es un verdadero soldado de Cristo Rey.
Debemos estar constantemente tomando esta actitud de amarga tristeza al ver los
derechos de nuestro Señor negados a nuestro alrededor. No debería ser una cosa
estéril, académica, sino una indignación viril que prepara un contrataque para
poner las cosas en su orden correcto tan pronto como sea posible.
Al
adoptar esta condición de personas en el exilio, debemos orar a nuestro Señor,
pidiéndole que nos permita restaurar su Reino en la tierra de la manera más
auténtica y elevada, es decir, a través de la realeza de la nuestra Señora. Es
el reino de María que aparece en el horizonte.
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