domingo, 2 de noviembre de 2014

El Reino de Cristo

La Iglesia Católica fue fundada por Nuestro Señor Jesucristo para perpetuar entre los hombres los beneficios de la Redención. Por lo tanto, la finalidad de la Iglesia  se identifica con la misma finalidad de la Redención. Esto es:
1º Expiar los pecados de los hombres por los méritos infinitamente preciosos del Hombre-Dios;
2º Restituir así a Dios la gloria extrínseca que el pecado le había robado y;
3º Abrir a los hombres las puertas del cielo.
Esta finalidad se realiza toda en el plano sobrenatural, y con vistas a la vida eterna. Ella trasciende absolutamente todo cuanto es meramente natural, terreno, perecible. Fue lo que Nuestro Señor Jesucristo afirmó, cuando dijo a Pilatos: “Mi reino no es de este mundo”. (Juan, XVIII, 36)
La vida terrena, por lo tanto, se diferencia profundamente de la vida eterna. Sin embargo, estas dos vidas no constituyen dos planos absolutamente aislados uno del otro. Hay en los designios de la Providencia una relación íntima entre la vida terrena y la eterna. La vida terrena es el camino, la vida eterna es el fin. El Reino de Cristo no es de este mundo, pero es en este mundo que está el camino por el cual llegaremos a él.
Así como la Escuela Militar es el camino para la carrera de las armas, o el noviciado es el camino para el definitivo ingreso en una orden religiosa, así la tierra es el camino para el cielo.
Tenemos un alma inmortal, creada a imagen y semejanza de Dios. Esta alma es creada con un tesoro de aptitudes naturales para el bien, enriquecidas por el bautismo con el don inestimable de la vida sobrenatural de la gracia, que nos hace hijos de Dios y herederos del cielo. Nos compete, durante esta vida, desarrollar hasta su plenitud estas aptitudes para el bien. Con esto, nuestra semejanza con Dios, que era en algún sentido aun incompleta y meramente potencial, se torna plena y actual.
La semejanza es la fuente del amor. Haciéndonos plenamente semejantes a Dios, somos capaces de amarlo plenamente y de atraer sobre nosotros la plenitud de su amor.
Quedamos así, preparados para la contemplación de Dios cara a cara, y para aquél eterno acto de amor, plenamente feliz, para el cual somos llamados en el cielo.
La vida terrena es, pues, un noviciado en que preparamos nuestra alma para su verdadero destino, que es ver a Dios cara a cara y amarlo por toda la eternidad.
Presentando la misma verdad en otros términos, podemos decir que Dios es infinitamente puro, infinitamente justo, infinitamente fuerte, infinitamente bueno. Para amarlo, debemos amar la pureza, la justicia, la fortaleza, la bondad. Si no amamos la virtud, ¿cómo podemos amar a Dios que es el Bien por excelencia? Por otro lado, siendo Dios el sumo Bien, ¿cómo puede El amar el mal? Siendo la semejanza la fuente del amor, ¿cómo puede amar El a quien es totalmente desemejante a El, a quien es conciente y voluntariamente injusto, cobarde, impuro, malo?
Dios debe ser adorado y servido sobretodo en espíritu y en verdad (Juan, IV, 25). Así, es necesario que seamos puros, justos, fuertes buenos, en lo más íntimo de nuestra alma. Pero si nuestra alma es buena, todas nuestras acciones lo deben ser necesariamente, pues el árbol bueno no puede producir sino frutos buenos (Mateo, VII, 17-18). Así, es absolutamente necesario, para que conquistemos el cielo, no sólo que en nuestro interior amemos el bien y detestemos el mal, sino que por nuestras acciones practiquemos el bien y evitemos el mal.
Pero la vida terrena es más que el camino de la eterna bienaventuranza. ¿Qué haremos en el cielo? Contemplaremos a Dios cara a cara a la luz de la gloria, que es la perfección de la gracia, y Lo amaremos eternamente y sin fin. Ahora bien, el hombre ya goza de la vida sobrenatural en esta tierra por el bautismo. La fe es una semilla de la visión beatífica. El amor de Dios, que el hombre practica creciendo en la virtud y evitando el mal, ya es el propio amor sobrenatural con que él adorará a Dios en el cielo.

El ideal de la perfección social


Si admitiéramos que en determinada población la generalidad de los individuos practicase la ley de Dios, ¿qué efecto se puede esperar de allí para la sociedad?
Esto equivale a preguntarse si, en un reloj, cada pieza trabaja según su naturaleza y su fin, ¿qué efecto se puede esperar de allí para el reloj? O, si cada parte de un todo es perfecta, ¿qué se debe decir del todo?
Hay siempre un riesgo en ejemplificar con cosas mecánicas, en asuntos humanos. Atengámonos a la imagen de una sociedad en que todos los miembros fuesen buenos católicos, trazada por San Agustín: imaginemos “un ejército constituido por soldados como los forma la doctrina de Jesucristo, gobernadores, maridos, esposos, padres, hijos, maestros, siervos, reyes, jueces, contribuyentes, cobradores de impuestos como los quiere la doctrina cristiana. ¡Y osen (los paganos) aún decir que esa doctrina es opuesta a los intereses del Estado! Por el contrario, deben reconocer sin dudar que ella es una gran salvaguarda para el Estado, cuando es fielmente observada” (Epist. CXXXVII, al. 5 ad Marcellinum, cap. II, n.15).
Y en otra obra, el santo doctor apostrofando la Iglesia Católica exclama: “Conduces e instruyes a los niños con ternura, a los jóvenes con rigor, los ancianos con calma, como compete a la edad no solo del cuerpo sino también del alma. Sometes a las esposas a sus maridos, por una casta y fiel obediencia, no para saciar la pasión, sino para propagar la especie y constituir la sociedad doméstica. Confieres autoridad a los maridos sobre las esposas, no para que abusen de la fragilidad de su sexo, sino para que sigan las leyes de un sincero amor. Subordinas los hijos a los padres por una tierna autoridad. Unes no solo en sociedad, mas en una como que fraternidad los ciudadanos a los ciudadanos, las naciones a las naciones, y los hombres entre sí, por el recuerdo de sus primeros padres. Enseñas a los reyes a velar por los pueblos y prescribes a los pueblos que obedezcan a los reyes. Enseñas con solicitud a quien se debe la honra, a quien el afecto, a quien el respeto, a quien el temor, a quien el consuelo, a quien la advertencia, a quien el estímulo, a quien la corrección, a quien la reprimenda, a quien el castigo; y haces saber de qué modo, si no todas las cosas a todos se deben, a todos se debe la caridad y a nadie la injusticia” (De Moribus Ecclesiae, cap. XXX, n.63).
Sería imposible describir mejor el ideal de una sociedad enteramente cristiana. ¿Podría en una sociedad el orden, la paz, la armonía, la perfección ser llevada a límite más alto? Una rápida observación nos basta para completar el asunto. Si hoy en día todos los hombres practicasen la Ley de Dios, ¿no se resolverían rápidamente todos los problemas políticos, económicos, sociales que nos atormentan? ¿Y qué solución se podrá esperar para ellos mientras los hombres viviesen en la inobservancia habitual de la Ley de Dios?
Se podría uno preguntar, ¿la sociedad humana realizó alguna vez este ideal de perfección? Sin duda que sí. Lo dice el inmortal Papa León XIII: operada la Redención y fundada la Iglesia, “como que despertando de antigua, larga y mortal letargia, el hombre percibió la luz de la verdad que había procurado y deseado en vano durante siglos; reconoció sobre todo que había nacido para bienes mucho más altos y mucho más magníficos que los bienes frágiles y perecibles que son alcanzados por los sentidos, y en torno a los cuales había hasta entonces circunscrito sus pensamientos y sus preocupaciones. Comprendió que toda la constitución de la vida humana, la ley suprema, el fin a que todo se debe sujetar, es que, venidos de Dios, un día debamos retornar a El.”
“De esta fuente, sobre este fundamento, se vio renacer la conciencia de la dignidad humana; el sentimiento de que la fraternidad social es necesaria hizo entonces pulsar los corazones; en consecuencia, los derechos y los deberes alcanzaron su perfección, o se fijaron íntegramente, y, al mismo tiempo, en diversos  puntos se expandieron virtudes tales, como la filosofía de los antiguos ni siquiera pudo jamás imaginar. Por esto, los designios de los hombres, la conducta de la vida, las costumbres, tomaron otro rumbo. Y cuando el conocimiento del Redentor se expandió a lo lejos, cuando su virtud hasta las fibras íntimas de la sociedad, disipando las tinieblas y los vicios de la antigüedad, entonces se operó aquella transformación que, en la era de la Civilización Cristiana, mudó enteramente la faz de la tierra” (León XIII, Encíclica “Tamesti futura prospiscientibus”, 1/IX/1900).
El Reino de Dios se realiza en su plenitud en el otro mundo. Pero para todos nosotros, él se comienza a realizar en estado germinativo ya en este mundo. Tal como en un noviciado ya se practica la vida religiosa, aunque en estado preparatorio; y en una escuela militar, un joven se prepara para el ejército, viviendo la propia vida militar.
Y la Santa Iglesia Católica ya es en este mundo una imagen, y más que esto, una verdadera anticipación del cielo.
Por esto, todo cuanto los santos Evangelios nos dicen del reino de los cielos puede con toda propiedad y exactitud ser aplicado a la Iglesia Católica, a la fe que ella nos enseña, a cada una de las virtudes que ella nos inculca.
Este es el sentido de la fiesta de Cristo Rey. Rey celestial ante todo. Pero Rey cuyo gobierno ya se ejerce en este mundo. Es rey quien posee de derecho la autoridad suprema y plena. El rey legisla, dirige y juzga. Su realeza se hace efectiva cuando sus súbditos reconocen sus derechos y obedecen a sus leyes. Ahora bien, Jesucristo posee sobre nosotros todos los derechos. El promulgo leyes, dirige el mundo y juzgará a los hombres. Debemos, por lo tanto, tornar efectivo el Reino de Cristo obedeciendo sus leyes.
Este reinado es un hecho individual, en cuanto considerado en la obediencia que cada alma fiel presta a Nuestro Señor Jesucristo. En efecto, el reinado de Jesucristo se ejerce sobre las almas: y por esto, el alma de cada uno de nosotros es una parcela del campo de jurisdicción de Cristo Rey. Ahora bien, el reinado de Cristo será un hecho social si las sociedades humanas le prestaren obediencia.
Se puede decir, que el Reino de Cristo se hace efectivo en la tierra en su sentido individual y social, cuando los hombres en lo íntimo de su alma como en sus acciones, y las sociedades en sus instituciones, leyes, costumbres, manifestaciones culturales y artísticas, se conforman con la Ley de Cristo.

El orden, la armonía, la paz y la perfección


El orden, la paz, la armonía, son características esenciales de toda alma bien formada, de toda sociedad humana bien constituida. En cierto sentido, son valores que se confunden con la propia noción de perfección.
Todo ser tiene un fin que le es propio, y una naturaleza adecuada a la obtención de ese fin. Así, una pieza de reloj tiene un fin que le es propio, y por su forma y composición, es adecuada a la realización de su fin.
El orden es la disposición de las cosas según su naturaleza. Así, un reloj está en orden, si cada una de sus piezas están ordenadas según su naturaleza y el fin que le es propio. Se dice que hay orden en el espacio sideral porque todos los cuerpos celestes están ordenados según su naturaleza y su fin.
Existe armonía cuando las relaciones entre los seres son conformes a la naturaleza y fin de cada cual. La armonía es el operar de las cosas, unas en relación a las otras, según el orden.
El orden engendra la tranquilidad. La tranquilidad del orden es la paz. No cualquier tranquilidad merece ser llamada paz, sino tan solo la que resulta del orden. La paz de conciencia es la tranquilidad de la conciencia recta: no puede confundirse con el letargo de la conciencia embotada. El bienestar orgánico produce una sensación de paz que no puede ser confundida con la inercia del estado de coma.
Cuando un ser está enteramente dispuesto según su naturaleza, está en estado de perfección. Así, una persona con gran capacidad para el estudio, gran deseo de estudiar, puesta en una universidad en que haya todos los medios para hacer los estudios que desea, está puesta, desde el punto de vista de los estudios, en condiciones perfectas.
Cuando las actividades de un ser están enteramente dispuesto según su naturaleza, y tienden enteramente para su fin, estas actividades son, de algún modo, perfectas. Así, la trayectoria de los astros es perfecta, porque corresponde enteramente a la naturaleza y al fin de cada cual.
Cuando las condiciones de un ser son perfectas, sus operaciones lo son también, y él tenderá necesariamente para su fin, con el máximo de la constancia, del vigor y del acierto. Así, si un hombre está en condiciones perfectas para caminar, es decir, sabe, quiere y puede caminar, caminará de modo irreprensible.
El verdadero conocimiento de lo que sea la perfección del hombre y de las sociedades depende de una noción exacta sobre la naturaleza y del fin del hombre.
El acierto, la fecundidad, el esplendor de las acciones humanas, sean individuales o sean sociales, también depende del conocimiento de nuestra naturaleza y fin.
En otros términos, la posesión de la verdad religiosa es la condición esencial del orden, de la armonía, de la paz y de la perfección.

La perfección cristiana


El Evangelio nos señala un ideal de perfección: “sed perfectos como vuestro Padre celestial es perfecto” (Mateo, V, 48). Este consejo que nos fue dado por Nuestro Señor Jesucristo, El mismo nos lo enseña a realizar. En efecto, Jesucristo es la semejanza absoluta de la perfección del Padre celestial, es el modelo supremo que todos debemos imitar.
Nuestro Señor Jesucristo, sus virtudes, sus enseñanzas, sus acciones, son el ideal definido de la perfección para el cual el hombre debe tender.
Las reglas de esta perfección se encuentran en la Ley de Dios, que Nuestro Señor Jesucristo “no vino a abolir sino a completar” (Mat. V, 17), y en los preceptos y consejos evangélicos. Y para que el hombre no cayese en error en el interpretar los mandamientos y los consejos, Nuestro Señor Jesucristo instituyó una Iglesia infalible, que tiene el amparo divino de nunca errar en materia de fe y de moral. La fidelidad de pensamiento y de acciones en relación al magisterio de la Iglesia es el modo por el cual todos los hombres pueden conocer y practicar el ideal de perfección que es nuestro Señor Jesucristo.
Fue lo que hicieron los santos, que practicando de modo heroico las virtudes que la Iglesia enseña, realizaron la imitación perfecta de Nuestro Señor Jesucristo y del Padre celestial. Es tan verdadero que los santos llegaron a la más alta perfección moral, que los propios enemigos de la Iglesia, cuando no los ciega el furor de la impiedad, lo proclaman. De San Luis, rey de Francia, por ejemplo, escribió Voltaire: “No es posible al hombre llevar más lejos la virtud”. Lo mismo se podría decir de todos los santos.
Dios es el autor de nuestra naturaleza, y, por lo tanto, de todas las aptitudes y excelencias que en ella se encuentran. En nosotros, lo único que no proviene de Dios son los defectos frutos del pecado original y de los pecados actuales.
El Decálogo no podría ser contrario a la naturaleza que el propio Dios creó en nosotros; pues, siendo Dios perfecto, no puede haber contradicción en sus obras.
Por esto, el Decálogo nos impone acciones que nuestra propia razón nos muestra que son conformes con la naturaleza, como honrar padre y madre, y nos prohíbe acciones que por la simple razón vemos que son contrarias al orden natural, como la mentira.
En esto consiste, en el plano natural la perfección  intrínseca de la Ley, y la perfección personal que adquirimos practicándola. Esto es así, porque todas las acciones conformes a la naturaleza del agente son buenas.
Pero, por consecuencia del pecado original, quedó el hombre con propensión a practicar acciones contrarias a su naturaleza rectamente entendida. Así, quedó sujeto al error en el terreno de la inteligencia, y al mal en el campo de la voluntad. Tal propensión es tan acentuada que, sin el auxilio de la gracia, no sería posible a los hombres conocer ni practicar durablemente los preceptos del orden natural. Para remediar esta insuficiencia en el hombre, Dios reveló a Moisés el Decálogo; instituyó en la Nueva Alianza, una Iglesia destinada a protegerlos contra los sofismas y las transgresiones del hombre; por medio de los Sacramentos los auxilia y fortalece con su gracia.
La gracia es un auxilio sobrenatural, destinado a robustecer la inteligencia y la voluntad del hombre para permitirle la práctica de la perfección. Dios no niega su gracia a nadie. La perfección es, por lo tanto, accesible a todos.
¿Puede un pagano conocer y practicar la Ley de Dios? ¿Recibe él la gracia de Dios? Es necesario distinguir. En principio, todos los hombres que tienen contacto con la Iglesia Católica reciben la gracia suficiente para conocer que ella es verdadera, ingresar en ella y practicar los mandamientos. Si alguien se mantiene voluntariamente fuera de la Iglesia, si es infiel porque rehúsa la gracia de la conversión, que es el punto de partida de todas las otras gracias, cierra para sí las puertas de la salvación. Pero si alguien no tiene medios de conocer a la Santa Iglesia – un pagano, por ejemplo, cuyo país no haya recibido la visita de misioneros – tiene la gracia suficiente para conocer, por lo menos, los principios más esenciales a la Ley de Dios y practicarlos, pues Dios a nadie niega la salvación y tarde o temprano, si persevera en el cumplimiento de la ley, conocerá a la Iglesia y recibirá la fe.
Es necesario, sin embargo, observar que si la fidelidad a la Ley exige sacrificios a veces heroicos de los propios católicos que viven en el seno de la Iglesia, bañados por la superabundancia de la gracia y de todos los medios de santificación, mucho mayor aún es la dificultad que tienen en practicarla los que viven lejos de la Iglesia, y fuera de esta superabundancia. Es lo que explica el hecho de ser tan raros – verdaderamente excepcionales – los gentiles que practican la Ley.


La Civilización Cristiana y la Cultura Cristiana


¿Qué es esta luminosa realidad, hecha de un orden y una perfección más sobrenatural y celeste que natural y terrena, que se llamó Civilización Cristiana, producto de la cultura cristiana, la cual, a su vez, es hija de la Iglesia Católica?
Por cultura del espíritu podemos entender el hecho que determinada alma no se encuentra abandonada al juego desordenado y espontáneo de las operaciones de las potencias – inteligencia, voluntad y sensibilidad –, sino que por el contrario, por un esfuerzo ordenado y conforme a la recta razón adquirió en estas tres potencias algún enriquecimiento: así como el campo cultivado no es aquél que hace fructificar todas las semillas que el viento deposita en él caóticamente, sino es el que, por efecto del trabajo recto del hombre, produce algo de útil y bueno.
En este sentido, la cultura católica es el cultivo de la inteligencia, de la voluntad y de la sensibilidad según las normas y la moral enseñada por la Iglesia. Ya vimos que ella se identifica con la propia perfección del alma. Si ella existiere en la generalidad de los miembros de una sociedad humana (aunque en grados y modos acomodados a la condición social y a la edad de cada cual) ella será un hecho social y colectivo. Y constituirá un elemento – el más importante – de la propia perfección social.
Civilización es el estado de una sociedad humana que posee una cultura, y que creó, según los principios básicos de esta cultura, y que creó, todo un conjunto de costumbres, de leyes, de instituciones, de sistemas literarios y artísticos propios.
Si Jesucristo es el verdadero ideal de perfección de todos los hombres, una sociedad que aplique todas sus leyes tiene que ser una sociedad perfecta. La cultura y la civilización nacida de la Iglesia de Cristo tienen que ser forzosamente no solo la mejor civilización, sino la única verdadera. Lo dice al santo Pontífice Pío X: “No hay verdadera civilización sin civilización moral, y no hay verdadera civilización moral sino con la religión verdadera” (Carta al episcopado francés del 28-VII-1910, sobre Le Sillon). De donde se deduce con evidencia cristalina que no hay verdadera civilización sino como resultado y fruto de la verdadera religión.

La Iglesia y la Civilización Cristiana


Se engaña singularmente quien supusiere que la acción de la Iglesia sobre los hombres es meramente individual, y que ella solo forma personas, y no pueblos, ni culturas, ni civilizaciones.
En efecto, Dios creó al hombre naturalmente sociable, y quiso que los hombres, en sociedad, trabajasen los unos por la santificación de los otros. Por esto, también nos creó influenciables. Tenemos todos, por la propia presión del instinto de sociabilidad, la tendencia de comunicar en cierta medida nuestras ideas a los otros, y, a recibir la influencia de ellos. Esto se puede afirmar en las relaciones de individuo a individuo, y del individuo con la sociedad. Los ambientes, las leyes, las instituciones en que vivimos ejercen efecto sobre nosotros, tiene sobre nosotros una acción pedagógica.
Resistir enteramente a este ambiente, cuya acción ideológica nos penetra hasta por osmosis y como que por la piel, es obra de alta y ardua virtud. Y por esto los primitivos cristianos no fueron más admirables enfrentando a las fieras del Coliseo, que cuando mantenían íntegro su espíritu católico aún viviendo en el ceno de una sociedad pagana.
De este modo, la cultura y la civilización son medios fortísimos para actuar sobre las almas. Actuar para su ruina, cuando la cultura y la civilización son paganas. Para su edificación y salvación, cuando son católicas.
¿Cómo puede entonces, la Iglesia desinteresarse en producir una cultura y una civilización, contentándose sólo en actuar sobre cada alma a título meramente individual?
Además, toda alma sobre la cual la Iglesia actúa, y que corresponde generosamente a esa acción, es como un foco y una simiente de esta civilización, que ella expanda y activa en torno de sí. La virtud trasparece y contagia. Contagiando se propaga. Actuando y propagándose tiende a transformarse en cultura y civilización católicas.
Como vemos, lo propio de la Iglesia es producir una cultura y civilización cristiana. Es producir todos sus frutos en una atmósfera social plenamente católica. El católico debe aspirar a una civilización católica como el hombre encarcelado en un subterráneo desea el aire libre, y el pájaro aprisionado ansía por recuperar los espacios infinitos del cielo.

Y esta es nuestra finalidad, nuestro gran ideal. Caminamos hacia la Civilización Católica como podrá nacer de los escombros del mundo de hoy, como de los escombros del mundo romano nació la civilización medieval. Caminamos hacia la conquista de este ideal, con el coraje, la perseverancia, la resolución de enfrentar y vencer todos los obstáculos, con que los cruzados marcharon hacia Jerusalén. Porque si nuestros mayores supieron morir para conquistar el sepulcro de Cristo, ¿cómo no queremos nosotros – hijos de la Iglesia como ellos – luchar y morir para restaurar algo que vale infinitamente más que el preciosísimo sepulcro del Salvador, esto es, su reinado sobre las almas y las sociedades, que El creó y salvó para que Lo amasen eternamente?
Plinio Correa de Oliveira, 1960

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