Canciller y mártir
Plinio Corrêa de Oliveira
O Jornal, Rio de Janeiro, 22 de junio de 1935
En
el día 6 de junio de 1535, bajo los golpes de la justicia inglesa, moría Tomás
Moro, ex miembro del Parlamento Inglés, ex subcomisario de Londres, ex
consejero del rey, ex canciller de Inglaterra, elevado a la categoría de
hidalgo, y hecho caballero; uno de los más famosos escritores de su época,
autor de una obra inmortal —la “Utopía”—y amigo cercano de Erasmo, el gran
humanista del siglo XVI.
Condenado
a muerte, la sentencia del tribunal determinaba que le abriesen el vientre, y
le arrancasen las entrañas. Pero la “clemencia” de Enrique VIII convirtió la
pena en decapitación. En el día fijado, se procedió con la ejecución. Por un
momento brilló al sol del verano el arma empuñada por las manos trémulas del
verdugo. La cabeza del criminal rodó por tierra. Estaba todo consumado. Él expiaba un crimen atroz —que a otros,
antes como después de él, les había costado un precio aún mayor— el de ser católico.
Su
vida fue siempre un brillante ascenso, en que la gloria y el poder corrían a su
encuentro, al tiempo que los despreciaba, volviendo sus ojos para otra felicidad
que la inconstancia de la política y la tiranía del rey no le podían robar.
Aún
joven, su alma noble se dejó atraer por el encanto místico de un monasterio
benedictino, donde quiso enlistarse como soldado en la milicia sagrada del
sacerdocio.
Pero
la Providencia lo condujo para otros rumbos y, aunque se vio obligado a reducir
el tiempo consagrado al estudio de la teología, su materia predilecta, para dar
lugar a la filosofía, intervino la voluntad paterna, que lo forzó a relegar a
un segundo plano estos estudios tan apreciados, para imponerle que emplease
mejor su tiempo para formarse en Derecho en Oxford.
Dócil,
Tomás Moro obedeció. Adquirió, en la famosa Universidad de Oxford,
conocimientos jurídicos eminentes. Por esta razón, vio abrirse delante de si las
puertas de la política y del Parlamento y por ellas ingresó.
En
el rápido ascenso que lo condujo a los más altos cargos del gobierno, cualquier
observador superficial podría imaginar que el jurista y el político habían matado
definitivamente en Tomás Moro al filósofo y al teólogo, y que nada más, en el
reinado de Enrique VIII, habría de perdurar del estudiante idealista de otros
tiempos.
Pero
fue lo contrario lo que ocurrió. Señor de extensa inteligencia, pudo formar, al
par de una ciencia jurídica notable, una profunda cultura filosófica. Y sus
producciones, de las cuales la más famosa fue la “Utopía”, lo colocaron en el
primer plano de los escritores europeos de su tiempo, valiéndole la admiración de
reyes y príncipes, y la fraternal amistad del inmortal Erasmo.
Hay, entre el político que
asciende a los más altos grados de la admiración equipado de profundos
conocimientos filosóficos, jurídicos y sociales, y el político que sube a las
eminencias del poder como único bagaje, una pequeña cultura y una gran ambición,
la misma diferencia que existe entre el médico y el curandero. El primero se orientará por la ciencia no
menos de que la práctica. El segundo, procederá con un empirismo ciego,
aplicando a los problemas de hoy el mismo repertorio de fórmulas que él vio “dar
en resultado” en el ayer.
Tomás Moro perteneció a la primera categoría, el político
no mató en él al filósofo ni al teólogo; sino que el filósofo y el teólogo gobernaron al político, iluminándole el
camino, dictándole los horizontes y dirigiéndolo a la acción.
Es
justamente en esta ocasión que Enrique VIII lo atrapa en lo más brillante de su
carrera para imponerle el trágico dilema: o crees o mueres; o él adhiere a la
herejía protestante, o incurre en la ira del rey, presagio terrible de futuras
desgracias.
Es
el momento crucial de su existencia. De un lado, la vida le sonríe, del otro la
conciencia le indica el camino del deber. Él no duda. Entrega su determinación y
se recoge a la vida privada.
Fue
ahí que las iras del rey fueron a fulminarlo. Conducido a la prisión, fue
sometido a diversos interrogatorios, en que el soldado de los derechos del Papado mostró una energía, una grandeza
de alma, un desprendimiento digno de los mártires de las primeras eras
cristianas.
Al
duque de Norfolk, que le decía que “la indignación del príncipe significaba la
muerte” le replicó noblemente: “¿Es sólo eso, milord? Realmente entre vuestra
gracia y yo no hay sino una diferencia: es que yo moriré hoy y vuestra gracia
mañana”.
Encarcelado
en la Torre de Londres por un año, enfermo, privado del supremo consuelo de los
sacramentos, todo conspiraba contra su constancia, inclusiva —suprema tentación—
los ruegos afectuosos de su esposa y de su hija, incapaces de acompañarlo en la
dolorosa grandeza del martirio. Finalmente, su familia se vio reducida a tal
miseria, que tuvo que vender los trajes de corte, para pagar el alimento
indispensable para que Moro no muriese de hambre en la prisión.
En
los interminables interrogatorios, le salió al encuentro la perfidia de Tomás
Cromwell, que procuraba, por medio de hábiles preguntas, convencerlo del crimen
de alta traición. Moro, sin embargo, no se dejó enredar y, con la tranquila
firmeza de un alma pura, pronunció esta frase que resume toda su defensa: “Soy
fiel al rey, no hago mal a nadie, ni difamo a ninguno; si esto no es suficiente
para salvar la vida de un hombre, no quiero vivir por más tiempo”.
Finalmente,
le quitaron los libros de piedad. Cerró, entonces, las ventanas de su cárcel y
se mantuvo en la oscuridad, para meditar sobre la muerte, hasta que llegó el
día en que debería beber la última gota del cáliz.
Caminó para el martirio con
la naturalidad de quien cumple un deber. Y ni ahí lo abandonó aquella cordura
de espíritu que tan armoniosamente se aliaba a su invencible energía. Lo mostró en dos lances extremos de
indefectible humor inglés. Como estaba poco firma la escalera del cadalso,
pidió al verdugo que lo ayudase a subir. “Cuando caiga, agregó jocosamente, yo
me las arreglaré solo”. Después de haber abrazado al verdugo se arrodilló y le
pidió tiempo para componer su barba. En tono de broma, le dijo después al
verdugo: “No la cortes, ella no tiene culpa”. Oró, y entregó su gran alma a
Dios.
* * *
En
una época en que el desprestigio se va proyectando como una sombra siniestra
sobre tres categorías de hombres que sirven de sostén a la sociedad —los políticos,
los científicos y los militares— la Iglesia acaba de elevar a la honra de los
altares a tres modelos admirables de honor y virtud, exactamente en estas tres
clases. Canonizó a Juana de Arco, canonizó a San Alberto Magno y acaba de
canonizar ahora a Santo Tomás Moro.
En
su gesto, hay simplemente un acto de justicia para con los santos. Pero la
Providencia permitió que sus procesos de canonización sólo ahora llegaran a término,
para que sirviesen como una protesta a todo pulmón contra la desmoralización que
hiere de lleno el prestigio de la ciencia, de la autoridad y de la espada, sin
las cuales la sociedad no puede vivir.
Y
fue más lejos en su reacción. No predicó apenas con ejemplos sacados del
pasado. Inspirados en la doctrina de la Iglesia, se formaron en nuestra época tres
grandes figuras modelares para dignificar la ciencia, restaurar el prestigio de
la autoridad y reconstruir la dignidad de la espada: Contardo Ferrini, uno de
los mayores cultores del derecho romano en su siglo; Foch el vencedor de la
gran guerra; y finalmente Dolfuss, el canciller mártir.
Ejemplos
como estos, más del que mil argumentos, pueden arrastrar a las personas a la
defensa de la Iglesia y de la civilización amenazadas por los que vienen de
Moscú [los comunistas], o por los neopaganos que se acuartelan en la Teutonia…
No hay comentarios:
Publicar un comentario