Presentamos
aquí un artículo del Prof. Plinio Corrêa de Oliveira escrito en 1983, que reúne
otras horribles blasfemias el monje apóstata que sirven para completar el
artículo anterior publicado bajo el título “Las blasfemias de Lutero”. Los subrayados son nuestros.
Plinio Corrêa de Oliveira
Folha de S. Paulo,
10 de enero de 1984.
No comprendo cómo ciertos eclesiásticos contemporáneos, incluso de los
más cultos, doctos e ilustres, pueden hacer de Lutero, el heresiarca, una
figura mítica, con el empeño de favorecer una aproximación ecuménica. Esta
aproximación sería en primer término con el protestantismo e indirectamente
con todas las religiones, escuelas filosóficas, etc. ¿Discernirán estos
hombres el peligro que a todos nos acecha al final de ese camino? Me refiero a
la formación a escala mundial de un siniestro supermercado de religiones, filosofías
y sistemas de todo tipo, en el que la verdad y el error se presentarán fraccionados,
mezclados y puestos en bullicio. Sólo quedaría ausente del mundo —si es que se
pudiera llegar hasta allá— la verdad total; o sea, la fe católica, apostólica,
romana, pura y sin mancha.
A propósito de Lutero —a quien le correspondería bajo cierto aspecto el
papel de punto de partida en esta marcha hacia el desorden total— publico hoy
algunos tópicos más que muestran bien el olor que su figura rebelde exhalaría
en ese supermercado o, mejor, en esa necrópolis de religiones, de filosofías y
del mismo pensamiento humano.
Tal como lo prometiera en el artículo anterior, los obtengo de la
magnífica obra del reverendo padre Leonel Franca, S. J., La Iglesia, la reforma y la civilización (Editora Civilização
Brasileira, Río de Janeiro, 3.a ed., 1934, 558 págs.).
La doctrina de la justificación independiente de las obras es un
elemento característico de la enseñanza de Lutero. En términos llanos quiere
decir que los méritos superabundantes de Nuestro Señor Jesucristo aseguran al
hombre por sí solos la salvación eterna. De manera que se puede llevar en esta
tierra una vida de pecado sin remordimiento de conciencia ni temor de la
justicia de Dios.
¡Para él la conciencia no era la voz de la gracia, sino la del demonio!
1. Por eso le escribió a un amigo que el hombre vejado por el demonio de
cuando en cuando “debe beber con más abundancia, jugar, divertirse y aun
cometer algún pecado por odio y para molestar al demonio, para no darle
pie a que perturbe la conciencia con niñerías. (...) Todo el decálogo
(de la ley de Dios) se debe borrar de nuestros ojos y nuestra alma, de
nosotros, tan perseguidos y molestados por el diablo” (M. Luther, “Briefe,
Sendschreiben und Bedenken”, ed. De Wette, Berlín, 1825-1828; cfr. op. cit.,
págs. 199-200).
2. En este sentido también escribió Lutero: “Dios sólo te obliga a creer
y a confesar. En todas las otras cosas te deja libre y dueño de hacer lo
que quieres, sin peligro alguno de conciencia; más bien es cierto que a Él
no le importa incluso que dejes a tu mujer, huyas de tu señor y no seas fiel a
ningún vínculo. ¿Y qué más le da (a Dios) que hagas o dejes de hacer semejantes
cosas?” (“Werke”, ed. de Weimar, XII, págs. 131 y sigs.; cfr. op. cit., pág.
446).
3. Tal vez más tajante es esta incitación al pecado en carta a Melanchton
del 1 de agosto de 1521: “Sé pecador y peca de veras (esto peccátor et peca fórtier), pero con
aún mayor firmeza cree y alégrate en Cristo, vencedor del pecado, de la muerte
y del mundo. Durante la vida presente debemos pecar. Basta que por la
misericordia de Dios conozcamos al Cordero que quita los pecados del mundo. De
Él no nos ha de separar el pecado aunque cometamos mil homicidios y mil
adulterios por día” (“Briefe, Sendschreiben und Bedenken”, ed. De Wette,
II, pág. 27; cfr. op. cit., pág. 439).
4. Esta doctrina es tan descabellada que el propio Lutero a duras penas
conseguía creer en ella: “No hay ninguna religión en toda la tierra que
enseñe esta doctrina de la justificación; yo mismo, aunque la enseñe
públicamente, creo en ella con gran dificultad” (“Werke”, ed. de Weimar,
XXV, pág. 330; cfr. op. cit., pág. 158).
5. Pero el mismo Lutero reconocía los efectos de su predicación confesadamente
insincera: “El Evangelio encuentra hoy en día adherentes que se persuaden de
que ésta no es sino una doctrina que sirve para llenar el vientre y dar
rienda suelta a todos los caprichos” (“Werke”, ed. de Weimar, XXXIII, pág.
2; cfr. op. cit., pág. 212).
Y acerca de sus secuaces evangélicos Lutero agregaba que “son siete
veces peores que antes. Después de la predicación de nuestra doctrina los
hombres se entregaron al robo, a la mentira, a la impostura, a la crápula, a la
embriaguez y a toda especie de vicios. Expulsamos un demonio (el Papado) y
vinieron siete peores” (“Werke”, ed. de Weimar, XXVIII, pág. 763; cfr. op.
cit., pág. 440).
“Después que comprendimos que las buenas obras no son necesarias para la
justificación, quedamos mucho más remisos y fríos en la práctica del bien.
(...) Y si hoy se pudiese volver a la antigua situación, si de nuevo reviviese
la doctrina que afirma la necesidad del recto proceder para ser santo, otro
sería nuestro entusiasmo y disposición en el ejercicio del bien” (“Werke”, ed.
de Weimar, XXVII, pág. 443; cfr. op. cit., pág. 441).
6. Todos esos desvaríos explican que Lutero haya llegado al frenesí del
orgullo satánico, diciendo de sí mismo: “¿No os parece este Lutero un hombre
extravagante? Para mí lo tengo como Dios. Si no, ¿cómo podrían tener sus
escritos y su nombre la potencia de transformar mendigos en señores, asnos en
doctores, falsificadores en santos, lodo en perlas?” (ed. de Wittenberg, 1551, tomo IV, pág. 378; cfr.
op. cit., pág. 190).
7. Otras veces la opinión que Lutero tenía de sí mismo era mucho más
objetiva: “Soy un hombre expuesto y comprometido en la sociedad, en la
crápula, en los impulsos carnales, en la negligencia y otras molestias, a
las que se vienen a juntar las de mi propio oficio” (“Briefe, Sendschreiben und
Bedenken”, ed. De Wette, I, pág. 232; cfr. op. cit., pág. 198). Excomulgado en
Worms en 1521, Lutero se entregó al ocio y a la indolencia. Y el 13 de julio
escribió a Melanchton, otro prócer protestante: “Yo aquí me hallo, insensato
y endurecido, establecido en el ocio; ¡oh, dolor!, rezando poco y dejando
de gemir por la Iglesia de Dios, porque mi carne indómita arde en grandes
llamas. En suma, yo, que debo tener fervor de espíritu, tengo el fervor
de la carne, de la lascivia, de la pereza, del ocio y de la somnolencia”
(“Briefe, Sendschreiben und Bedenken”, ed. De Wette, II, pág. 22; cfr. op. cit.
pág. 198).
En un sermón predicado en 1532: “En cuanto a mí, confieso, y muchos
otros pueden sin duda hacer igual confesión, que soy descuidado tanto en la
disciplina cuanto en el celo. Soy mucho más negligente ahora que bajo el
Papado; ahora nadie tiene por el Evangelio el ardor que se vela otrora”
(“Saemtiliche Werke”, ed. de Plochman-Irmischer, XVIII, 2, pág. 353; cfr. op.
cit., pág. 441).
Así todo, ¿qué puede encontrarse en común entre esta moral y la de la
Santa Iglesia Católica, Apostólica y Romana?
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