ORDEN NATURAL Y ORDEN SOBRENATURAL
Cada uno de los seres de la creación tiene señalada una función en el universo; tiene su destino, y recibe con su naturaleza los medios que le permitan dirigirse fácilmente y con seguridad a su fin.
El orden es la proporción existente entre la naturaleza de un ser, el fin para el cual ha sido criado por Dios y los medios que le da para alcanzarlo.
Lo natural es lo que viene de la naturaleza, lo que un ser trae consigo al nacer y que debe rigurosamente poseer, sea para existir, sea para ejercer su actividad en vista del fin que le es propio.
Lo sobrenatural es algo sobreañadido, sobrepuesto a lo natural para perfeccionarlo, elevarlo y hacerlo pasar a un orden superior. Así, lo sobrenatural es lo que está por encima del poder y de las exigencias de la naturaleza: es como el injerto que hace que el patrón produzca frutos de una especie superior.
El orden natural para el hombre es el estado de ser racional, provisto de los medios necesarios para alcanzar el fin conforme a su naturaleza.
El orden sobrenatural es el estado al cual Dios eleva al hombre, dándole un fin superior a su naturaleza y medios proporcionados para conseguir este nuevo destino.
I. Orden natural – Un orden supone tres cosas: 1°, un ser activo; 2°, un fin; 3°, los medios para alcanzar este fin.
En el orden natural, el hombre obraría con las solas fuerzas de su naturaleza. Tendría por fin, por destino, la Verdad suprema y el Bien absoluto, es decir, Dios; un ser inteligente no puede encontrar en otra parte la felicidad perfecta. Como medios naturales, el hombre posee facultades proporcionadas al fin que exige su naturaleza; una inteligencia capaz de conocer toda verdad; una voluntad libre capaz de tender al bien. Estas dos facultades permiten al hombre conocer y amar a Dios, que es la verdad y el bien por excelencia.
Pero, en la vida futura, Dios puede ser conocido y poseído de dos maneras: directa e indirectamente. Se conoce a Dios directamente cuando se le contempla cara a cara; e indirectamente, cuando se le percibe en sus obras. Viendo las obras de Dios, el hombre ve reflejada en ellas, como en un espejo, la imagen de las perfecciones divinas: de este modo se conoce a una persona viendo su retrato.
Ninguna inteligencia creada puede, con sus fuerzas naturales, ver a Dios de una manera directa. Ver a Dios cara a cara, tal como es en sí mismo, es verle como El se ve, es conocerlo como El mismo se conoce, es hacerse participante de un atributo que no pertenece sino a la naturaleza divina. Por consiguiente, si Dios se hubiera limitado a dejarnos en el estado natural, el hombre fiel, durante el tiempo de la prueba, por la observancia de los preceptos de la ley natural, habría merecido una felicidad conforme a su naturaleza. Hubiera conocido a Dios de una manera más perfecta que en esta vida, pero siempre bajo el velo de las criaturas. Hubiera amado a Dios con un amor proporcionado a este conocimiento indirecto, como un servidor ama a su dueño, un favorecido a su bienhechor. En este conocimiento y en este amor, el hombre habría hallado la satisfacción de sus deseos. No podía exigir más.
Tal es el orden natural. Este orden jamás ha existido, porque el primer hombre fue creado para un fin sobrenatural. Pero era posible. Según la opinión común de los teólogos, los niños muertos sin bautismo obtienen este fin natural... Gozan de una felicidad conforme a la naturaleza humana; conocen a Dios por sus obras, mas no lo pueden ver cara a cara: no contemplan su belleza inmortal sino a través del velo de las criaturas.
Tanto los ángeles como los hombres han sido elevador por Dios al orden sobrenatural
Fuente: Hillaire, La Religión Demostrada
II. Orden sobrenatural – En este orden, el ser activo es siempre el hombre, pero el hombre transformado por la gracia divina, a la manera que el patrón rústico se transforma por el injerto.
El fin sobrenatural del hombre consiste en ver a Dios cara a cara, en contemplar la esencia divina en la plenitud de sus perfecciones. Un niño conoce mucho mejor a su padre cuando le ve en persona, cuando goza de sus caricias, que cuando ve su retrato. Esta visión intuitiva de Dios procura al alma un amor superior y un gozo infinitamente más grande. Así, ver a Dios cara a cara en su esencia y en su vida íntima, amarle con un amor correspondiente a esta visión inefable, gozar de El, poseerle de una manera inmediata, he ahí el fin sobrenatural de los hombres y de los ángeles. Nada más sublime...
El fin exige medios, que deben ser proporcionados al mismo. Un fin sobrenatural pide medios sobrenaturales. El hombre necesita, para alcanzar, este fin superior, de luces que eleven su inteligencia por encima de sus fuerzas naturales; de auxilios que vigoricen su voluntad para hacerle amar al Sumo Bien, como El merece ser amado. Estas luces y estos auxilios se llaman, aquí en la tierra, gracia actual y gracia santificante; en el cielo, luz de la gloria.
La gracia santificante es una participación de la naturaleza de Dios, según las hermosas palabras de San Pedro: Divinae consortes naturae; es una cualidad verdaderamente divina que transforma la naturaleza del alma y sus facultades y se hace en ella el principio de las virtudes y de los hábitos sobrenaturales, moviéndole a ejecutar actos que le merecen un galardón infinito: la participación de la felicidad de Dios. Por la gracia santificante, el hombre deja de ser mera criatura y siervo de Dios para convertirse en su hijo adoptivo y poseedor de una vida divina.
Así como el fuego penetra el hierro y le comunica sus propiedades, y entonces el hierro, sin perder su esencia, alumbra como el fuego, calienta como el fuego, brilla como el fuego; así también el alma, transformada por la gracia santificante, sin perder nada de su propia naturaleza, tiene, no ya solamente una vida humana o una vida angélica, sino una vida divina. Ve como Dios, ama como Dios, obra como Dios, pero no tanto como Dios. Ya no hay entre ella y Dios tan sólo una vinculación de amistad, sino una unión real. La naturaleza divina la penetra y el comunica algo de sus perfecciones. Sin embargo, el hombre no queda absorbido por esta transformación: conserva su naturaleza, su individualidad, su personalidad. La gracia no destruye la naturaleza, sino que la presupone y perfecciona.
Tal es el orden sobrenatural. Después de esto, se comprende bien que todas las obras hechas sin la gracia santificante nada valgan para merecernos el fin sobrenatural.
El fin sobrenatural del hombre consiste en ver a Dios cara a cara, en contemplar la esencia divina en la plenitud de sus perfecciones. Un niño conoce mucho mejor a su padre cuando le ve en persona, cuando goza de sus caricias, que cuando ve su retrato. Esta visión intuitiva de Dios procura al alma un amor superior y un gozo infinitamente más grande. Así, ver a Dios cara a cara en su esencia y en su vida íntima, amarle con un amor correspondiente a esta visión inefable, gozar de El, poseerle de una manera inmediata, he ahí el fin sobrenatural de los hombres y de los ángeles. Nada más sublime...
El fin exige medios, que deben ser proporcionados al mismo. Un fin sobrenatural pide medios sobrenaturales. El hombre necesita, para alcanzar, este fin superior, de luces que eleven su inteligencia por encima de sus fuerzas naturales; de auxilios que vigoricen su voluntad para hacerle amar al Sumo Bien, como El merece ser amado. Estas luces y estos auxilios se llaman, aquí en la tierra, gracia actual y gracia santificante; en el cielo, luz de la gloria.
La gracia santificante es una participación de la naturaleza de Dios, según las hermosas palabras de San Pedro: Divinae consortes naturae; es una cualidad verdaderamente divina que transforma la naturaleza del alma y sus facultades y se hace en ella el principio de las virtudes y de los hábitos sobrenaturales, moviéndole a ejecutar actos que le merecen un galardón infinito: la participación de la felicidad de Dios. Por la gracia santificante, el hombre deja de ser mera criatura y siervo de Dios para convertirse en su hijo adoptivo y poseedor de una vida divina.
Así como el fuego penetra el hierro y le comunica sus propiedades, y entonces el hierro, sin perder su esencia, alumbra como el fuego, calienta como el fuego, brilla como el fuego; así también el alma, transformada por la gracia santificante, sin perder nada de su propia naturaleza, tiene, no ya solamente una vida humana o una vida angélica, sino una vida divina. Ve como Dios, ama como Dios, obra como Dios, pero no tanto como Dios. Ya no hay entre ella y Dios tan sólo una vinculación de amistad, sino una unión real. La naturaleza divina la penetra y el comunica algo de sus perfecciones. Sin embargo, el hombre no queda absorbido por esta transformación: conserva su naturaleza, su individualidad, su personalidad. La gracia no destruye la naturaleza, sino que la presupone y perfecciona.
Tal es el orden sobrenatural. Después de esto, se comprende bien que todas las obras hechas sin la gracia santificante nada valgan para merecernos el fin sobrenatural.
Fuente: Hillaire, La Religión Demostrada
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