El Evangelio nos señala un ideal de perfección: “sed perfectos como vuestro Padre celestial es perfecto” (Mateo, V, 48). Este consejo que nos fue dado por Nuestro Señor Jesucristo, El mismo nos lo enseña a realizar. En efecto, Jesucristo es la semejanza absoluta de la perfección del Padre celestial, es el modelo supremo que todos debemos imitar.
Nuestro Señor Jesucristo, sus virtudes, sus enseñanzas, sus acciones, son el ideal definido de la perfección para el cual el hombre debe tender.
Las reglas de esta perfección se encuentran en la Ley de Dios, que Nuestro Señor Jesucristo “no vino a abolir sino a completar” (Mat. V, 17), y en los preceptos y consejos evangélicos. Y para que el hombre no cayese en error en el interpretar los mandamientos y los consejos, Nuestro Señor Jesucristo instituyó una Iglesia infalible, que tiene el amparo divino de nunca errar en materia de fe y de moral. La fidelidad de pensamiento y de acciones en relación al magisterio de la Iglesia es el modo por el cual todos los hombres pueden conocer y practicar el ideal de perfección que es nuestro Señor Jesucristo.
Fue lo que hicieron los santos, que practicando de modo heroico las virtudes que la Iglesia enseña, realizaron la imitación perfecta de Nuestro Señor Jesucristo y del Padre celestial. Es tan verdadero que los santos llegaron a la más alta perfección moral, que los propios enemigos de la Iglesia, cuando no los ciega el furor de la impiedad, lo proclaman. De San Luis, rey de Francia, por ejemplo, escribió Voltaire: “No es posible al hombre llevar más lejos la virtud”. Lo mismo se podría decir de todos los santos.
Dios es el autor de nuestra naturaleza, y, por lo tanto, de todas las aptitudes y excelencias que en ella se encuentran. En nosotros, lo único que no proviene de Dios son los defectos frutos del pecado original y de los pecados actuales.
El Decálogo no podría ser contrario a la naturaleza que el propio Dios creó en nosotros; pues, siendo Dios perfecto, no puede haber contradicción en sus obras.
Por esto, el Decálogo nos impone acciones que nuestra propia razón nos muestra que son conformes con la naturaleza, como honrar padre y madre, y nos prohíbe acciones que por la simple razón vemos que son contrarias al orden natural, como la mentira.
En esto consiste, en el plano natural la perfección intrínseca de la Ley, y la perfección personal que adquirimos practicándola. Esto es así, porque todas las acciones conformes a la naturaleza del agente son buenas.
Pero, por consecuencia del pecado original, quedó el hombre con propensión a practicar acciones contrarias a su naturaleza rectamente entendida. Así, quedó sujeto al error en el terreno de la inteligencia, y al mal en el campo de la voluntad. Tal propensión es tan acentuada que, sin el auxilio de la gracia, no sería posible a los hombres conocer ni practicar durablemente los preceptos del orden natural. Para remediar esta insuficiencia en el hombre, Dios reveló a Moisés el Decálogo; instituyó en la Nueva Alianza, una Iglesia destinada a protegerlos contra los sofismas y las transgresiones del hombre; por medio de los Sacramentos los auxilia y fortalece con su gracia.
La gracia es un auxilio sobrenatural, destinado a robustecer la inteligencia y la voluntad del hombre para permitirle la práctica de la perfección. Dios no niega su gracia a nadie. La perfección es, por lo tanto, accesible a todos.
¿Puede un pagano conocer y practicar la Ley de Dios? ¿Recibe él la gracia de Dios? Es necesario distinguir. En principio, todos los hombres que tienen contacto con la Iglesia Católica reciben la gracia suficiente para conocer que ella es verdadera, ingresar en ella y practicar los mandamientos. Si alguien se mantiene voluntariamente fuera de la Iglesia, si es infiel porque rechaza la gracia de la conversión, que es el punto de partida de todas las otras gracias, cierra para sí las puertas de la salvación. Pero si alguien no tiene medios de conocer a la Santa Iglesia – un pagano, por ejemplo, cuyo país no haya recibido la visita de misioneros – tiene la gracia suficiente para conocer, por lo menos, los principios más esenciales a la Ley de Dios y practicarlos, pues Dios a nadie niega la salvación.
Es necesario, sin embargo, observar que si la fidelidad a la Ley exige sacrificios a veces heroicos de los propios católicos que viven en el seno de la Iglesia, bañados por la superabundancia de la gracia y de todos los medios de santificación, mucho mayor aún es la dificultad que tienen en practicarla los que viven lejos de la Iglesia, y fuera de esta superabundancia. Es lo que explica el hecho de ser tan raros – verdaderamente excepcionales – los gentiles que practican la Ley.
Continúa...
Transcrito prácticamente íntegro de Plinio Correa de Oliveira: La Cruzada del siglo XX, Revista Catolicismo, N°1; Enero de 1951.
Nuestro Señor Jesucristo, sus virtudes, sus enseñanzas, sus acciones, son el ideal definido de la perfección para el cual el hombre debe tender.
Las reglas de esta perfección se encuentran en la Ley de Dios, que Nuestro Señor Jesucristo “no vino a abolir sino a completar” (Mat. V, 17), y en los preceptos y consejos evangélicos. Y para que el hombre no cayese en error en el interpretar los mandamientos y los consejos, Nuestro Señor Jesucristo instituyó una Iglesia infalible, que tiene el amparo divino de nunca errar en materia de fe y de moral. La fidelidad de pensamiento y de acciones en relación al magisterio de la Iglesia es el modo por el cual todos los hombres pueden conocer y practicar el ideal de perfección que es nuestro Señor Jesucristo.
Fue lo que hicieron los santos, que practicando de modo heroico las virtudes que la Iglesia enseña, realizaron la imitación perfecta de Nuestro Señor Jesucristo y del Padre celestial. Es tan verdadero que los santos llegaron a la más alta perfección moral, que los propios enemigos de la Iglesia, cuando no los ciega el furor de la impiedad, lo proclaman. De San Luis, rey de Francia, por ejemplo, escribió Voltaire: “No es posible al hombre llevar más lejos la virtud”. Lo mismo se podría decir de todos los santos.
Dios es el autor de nuestra naturaleza, y, por lo tanto, de todas las aptitudes y excelencias que en ella se encuentran. En nosotros, lo único que no proviene de Dios son los defectos frutos del pecado original y de los pecados actuales.
El Decálogo no podría ser contrario a la naturaleza que el propio Dios creó en nosotros; pues, siendo Dios perfecto, no puede haber contradicción en sus obras.
Por esto, el Decálogo nos impone acciones que nuestra propia razón nos muestra que son conformes con la naturaleza, como honrar padre y madre, y nos prohíbe acciones que por la simple razón vemos que son contrarias al orden natural, como la mentira.
En esto consiste, en el plano natural la perfección intrínseca de la Ley, y la perfección personal que adquirimos practicándola. Esto es así, porque todas las acciones conformes a la naturaleza del agente son buenas.
Pero, por consecuencia del pecado original, quedó el hombre con propensión a practicar acciones contrarias a su naturaleza rectamente entendida. Así, quedó sujeto al error en el terreno de la inteligencia, y al mal en el campo de la voluntad. Tal propensión es tan acentuada que, sin el auxilio de la gracia, no sería posible a los hombres conocer ni practicar durablemente los preceptos del orden natural. Para remediar esta insuficiencia en el hombre, Dios reveló a Moisés el Decálogo; instituyó en la Nueva Alianza, una Iglesia destinada a protegerlos contra los sofismas y las transgresiones del hombre; por medio de los Sacramentos los auxilia y fortalece con su gracia.
La gracia es un auxilio sobrenatural, destinado a robustecer la inteligencia y la voluntad del hombre para permitirle la práctica de la perfección. Dios no niega su gracia a nadie. La perfección es, por lo tanto, accesible a todos.
¿Puede un pagano conocer y practicar la Ley de Dios? ¿Recibe él la gracia de Dios? Es necesario distinguir. En principio, todos los hombres que tienen contacto con la Iglesia Católica reciben la gracia suficiente para conocer que ella es verdadera, ingresar en ella y practicar los mandamientos. Si alguien se mantiene voluntariamente fuera de la Iglesia, si es infiel porque rechaza la gracia de la conversión, que es el punto de partida de todas las otras gracias, cierra para sí las puertas de la salvación. Pero si alguien no tiene medios de conocer a la Santa Iglesia – un pagano, por ejemplo, cuyo país no haya recibido la visita de misioneros – tiene la gracia suficiente para conocer, por lo menos, los principios más esenciales a la Ley de Dios y practicarlos, pues Dios a nadie niega la salvación.
Es necesario, sin embargo, observar que si la fidelidad a la Ley exige sacrificios a veces heroicos de los propios católicos que viven en el seno de la Iglesia, bañados por la superabundancia de la gracia y de todos los medios de santificación, mucho mayor aún es la dificultad que tienen en practicarla los que viven lejos de la Iglesia, y fuera de esta superabundancia. Es lo que explica el hecho de ser tan raros – verdaderamente excepcionales – los gentiles que practican la Ley.
Continúa...
Transcrito prácticamente íntegro de Plinio Correa de Oliveira: La Cruzada del siglo XX, Revista Catolicismo, N°1; Enero de 1951.
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