Se engaña singularmente quien supusiere que la acción de la Iglesia sobre los hombres es meramente individual, y que ella solo forma personas, y no pueblos, ni culturas, ni civilizaciones.
En efecto, Dios creó al hombre naturalmente sociable, y quiso que los hombres, en sociedad, trabajasen los unos por la santificación de los otros. Por esto, también nos creó influenciables. Tenemos todos, por la propia presión del instinto de sociabilidad, la tendencia de comunicar en cierta medida nuestras ideas a los otros, y, a recibir la influencia de ellos. Esto se puede afirmar en las relaciones de individuo a individuo, y del individuo con la sociedad. Los ambientes, las leyes, las instituciones en que vivimos ejercen efecto sobre nosotros, tiene sobre nosotros una acción pedagógica.
Resistir enteramente a este ambiente, cuya acción ideológica nos penetra hasta por osmosis y como que por la piel, es obra de alta y ardua virtud. Y por esto los primitivos cristianos no fueron más admirables enfrentando a las fieras del Coliseo, que cuando mantenían íntegro su espíritu católico aún viviendo en el ceno de una sociedad pagana.
De este modo, la cultura y la civilización son medios fortísimos para actuar sobre las almas. Actuar para su ruina, cuando la cultura y la civilización son paganas. Para su edificación y salvación, cuando son católicas.
¿Cómo puede entonces, la Iglesia desinteresarse en producir una cultura y una civilización, contentándose sólo en actuar sobre cada alma a título meramente individual?
Además, toda alma sobre la cual la Iglesia actúa, y que corresponde generosamente a esa acción, es como un foco y una simiente de esta civilización, que ella expanda y activa en torno de sí. La virtud trasparece y contagia. Contagiando se propaga. Actuando y propagándose tiende a transformarse en cultura y civilización católicas.
Como vemos, lo propio de la Iglesia es producir una cultura y civilización cristiana. Es producir todos sus frutos en una atmósfera social plenamente católica. El católico debe aspirar a una civilización católica como el hombre encarcelado en un subterráneo desea el aire libre, y el pájaro aprisionado ansía por recuperar los espacios infinitos del cielo.
Y esta es nuestra finalidad, nuestro gran ideal. Caminamos hacia la Civilización Católica como podrá nacer de los escombros del mundo de hoy, como de los escombros del mundo romano nació la civilización medieval. Caminamos hacia la conquista de este ideal, con el coraje, la perseverancia, la resolución de enfrentar y vencer todos los obstáculos, con que los cruzados marcharon hacia Jerusalén. Porque si nuestros mayores supieron morir para conquistar el sepulcro de Cristo, ¿cómo no queremos nosotros – hijos de la Iglesia como ellos – luchar y morir para restaurar algo que vale infinitamente más que el preciosísimo sepulcro del Salvador, esto es, su reinado sobre las almas y las sociedades, que El creó y salvó para que Lo amasen eternamente?
Transcrito prácticamente íntegro de Plinio Correa de Oliveira: La Cruzada del siglo XX, Revista Catolicismo, N°1; Enero de 1951.
En efecto, Dios creó al hombre naturalmente sociable, y quiso que los hombres, en sociedad, trabajasen los unos por la santificación de los otros. Por esto, también nos creó influenciables. Tenemos todos, por la propia presión del instinto de sociabilidad, la tendencia de comunicar en cierta medida nuestras ideas a los otros, y, a recibir la influencia de ellos. Esto se puede afirmar en las relaciones de individuo a individuo, y del individuo con la sociedad. Los ambientes, las leyes, las instituciones en que vivimos ejercen efecto sobre nosotros, tiene sobre nosotros una acción pedagógica.
Resistir enteramente a este ambiente, cuya acción ideológica nos penetra hasta por osmosis y como que por la piel, es obra de alta y ardua virtud. Y por esto los primitivos cristianos no fueron más admirables enfrentando a las fieras del Coliseo, que cuando mantenían íntegro su espíritu católico aún viviendo en el ceno de una sociedad pagana.
De este modo, la cultura y la civilización son medios fortísimos para actuar sobre las almas. Actuar para su ruina, cuando la cultura y la civilización son paganas. Para su edificación y salvación, cuando son católicas.
¿Cómo puede entonces, la Iglesia desinteresarse en producir una cultura y una civilización, contentándose sólo en actuar sobre cada alma a título meramente individual?
Además, toda alma sobre la cual la Iglesia actúa, y que corresponde generosamente a esa acción, es como un foco y una simiente de esta civilización, que ella expanda y activa en torno de sí. La virtud trasparece y contagia. Contagiando se propaga. Actuando y propagándose tiende a transformarse en cultura y civilización católicas.
Como vemos, lo propio de la Iglesia es producir una cultura y civilización cristiana. Es producir todos sus frutos en una atmósfera social plenamente católica. El católico debe aspirar a una civilización católica como el hombre encarcelado en un subterráneo desea el aire libre, y el pájaro aprisionado ansía por recuperar los espacios infinitos del cielo.
Y esta es nuestra finalidad, nuestro gran ideal. Caminamos hacia la Civilización Católica como podrá nacer de los escombros del mundo de hoy, como de los escombros del mundo romano nació la civilización medieval. Caminamos hacia la conquista de este ideal, con el coraje, la perseverancia, la resolución de enfrentar y vencer todos los obstáculos, con que los cruzados marcharon hacia Jerusalén. Porque si nuestros mayores supieron morir para conquistar el sepulcro de Cristo, ¿cómo no queremos nosotros – hijos de la Iglesia como ellos – luchar y morir para restaurar algo que vale infinitamente más que el preciosísimo sepulcro del Salvador, esto es, su reinado sobre las almas y las sociedades, que El creó y salvó para que Lo amasen eternamente?
Transcrito prácticamente íntegro de Plinio Correa de Oliveira: La Cruzada del siglo XX, Revista Catolicismo, N°1; Enero de 1951.
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