El sentimentalismo y el progresismo católico de tal manera nos han deformado la noción de caridad, que somos propensos a amar más a las personas porque nos tratan o caen bien, porque nos son útiles, porque nos parecen atractivas, porque estamos muy habituados a su compañía, porque somos parientes, etc., que por las verdaderas razones por la cual se debe amar al prójimo. Por todo esto, creemos fundamental exponer brevemente la doctrina católica referente al tema del amor al pecador ya que nos dice que no se debe amar de igual manera al justo que al pecador.
Por ejemplo, un maestro debe preferir a los alumnos disciplinados, estudiosos, piadosos, a los que, no teniendo estas cualidades, sean sin embargo, eximios en caer bien y divertir a los profesores. Un padre debe preferir a un hijo bueno, aunque sea más feo o menos inteligente que a un hijo brillante, pero impío o de vida impura. Lo mismo en lo referente a la amistad: no podemos dar al alguien el tesoro de nuestra amistad sin saber si tal persona es o no, enemiga de Dios: el hombre que vive en pecado grave es enemigo de Dios, y si amamos a Dios sobre todas las cosas, no podemos amar indiferentemente a los que Lo aman y a los que Lo ofenden. ¿Qué diríamos de un hijo que fuese amigo de personas que injurian gravemente, injustamente, públicamente a su padre? Pues es eso lo que hacemos cuando admitimos en nuestra amistad a los apóstatas, fautores de herejía, gente de conducta escandalosa, etc. Entonces, ¿cómo debemos amar a los pecadores?
Santo Tomás dedica a esta cuestión dos artículos en la Suma Teológica (II-II 25, 6 - 7). Helos aquí en forma de conclusión:
1° Los pecadores han de ser amados como hombres capaces todavía de eterna bienaventuranza; pero de ninguna manera en cuanto pecadores.
1° Los pecadores han de ser amados como hombres capaces todavía de eterna bienaventuranza; pero de ninguna manera en cuanto pecadores.
Dos cosas hay que considerar en los pecadores: la naturaleza y la culpa.
Por la naturaleza que han recibido de Dios, son capaces de la bienaventuranza, en cuya comunicación se funda la caridad, como está dicho; por tanto, por su naturaleza han de ser amados con caridad.
Por la naturaleza que han recibido de Dios, son capaces de la bienaventuranza, en cuya comunicación se funda la caridad, como está dicho; por tanto, por su naturaleza han de ser amados con caridad.
Su culpa, en cambio, es contraria a Dios y es impedimento de la bienaventuranza; de aquí que por la culpa, que los enemista con Dios, han de ser odiados todos los pecadores, aunque se trate del propio padre, madre o familiares, como leemos en el Evangelio (Lc. 24, 26).
Debemos, pues, odiar en los pecadores el serlo, y amarles como hombres capaces todavía de la eterna bienaventuranza (mediante el arrepentimiento de sus pecados). Y esto es amarles verdaderamente en caridad por Dios.
La caridad no nos permite excluir absolutamente a ningún ser humano que viva todavía en este mundo, por muy perverso y satánico que sea. Mientras la muerte no les fije definitivamente en el mal, desvinculándoles para siempre de los lazos de la caridad – que tiene por fundamento la participación en la futura bienaventuranza –, hay que amar sinceramente, con verdadero amor de caridad, a los criminales, ladrones, adúlteros, ateos, masones, perseguidores de la Iglesia, etc. No precisamente en cuanto tales – lo que sería inicuo y perverso – pero sí en cuanto hombres, capaces todavía, por el arrepentimiento y la expiación de sus pecados, de la bienaventuranza eterna del cielo. La exclusión positiva y consciente de un solo ser humano capaz todavía de la bienaventuranza destruiría por completo la caridad (pecado mortal), ya que su universalidad constituye precisamente una de sus notas esenciales.
Amar no significa sentir mucha ternura, pues el verdadero amor reside esencialmente en la voluntad. Querer bien a alguien, es querer seriamente para esa persona todo cuanto según la recta razón y la fe es bueno: la gracia de Dios y la salvación del alma primeramente, y después, todo cuanto no desvíe de este fin, sino que lo conduzca a él.
Las sabias y célebres palabras de San Agustín que decía: “Hay que odiar el error y amar a los que yerran”, suelen frecuentemente interpretarse por los progresistas como si el pecado estuviese en el pecador a la manera de un libro en un estante. Se puede detestar el libro sin tener la menor restricción contra el estante, pues, aun cuando una cosa esté dentro de la otra, le es totalmente extrínseca. Sin embargo, la realidad es otra. El error está en el que yerra como la ferocidad está en la fiera. Una persona atacada por un oso, no puede defenderse dando un tiro en la ferocidad evitando herir al oso y aceptándole, al mismo tiempo, recibir un abrazo con los brazos abiertos. Santo Tomás, sobre esto, se explaya con claridad meridiana. El odio debe incidir no sólo sobre el pecado considerado en abstracto sino también sobre la persona del pecador. Sin embargo, no debe recaer sobre toda esa persona: no lo hará sobre su naturaleza, que es buena, las cualidades que eventualmente tenga, y recaerá sobre sus defectos, por ejemplo en su lujuria, su impiedad o en su falsedad. Pero, insistimos, no sobre la lujuria, la impiedad o la falsedad en tesis, sino sobre el pecador en cuanto persona lujuriosa, impía o falsa. Por eso el profeta David dice de los inicuos: “los odié con odio perfecto” (Ps. 138, 22). Pues, por la misma razón se debe odiar lo que en alguien haya de mal y amar lo que haya de bien. Por lo tanto, concluye Santo Tomás, este odio perfecto pertenece a la caridad. No se trata de un odio hecho apenas de irascibilidad superficial. Es un odio ordenado, racional y, por tanto, virtuoso. Así es que, odiar recta y virtuosamente es un acto de caridad.
Claramente se ve que odiar la iniquidad de los malos es lo mismo que odiar a los malos en cuanto son inicuos. Odiar a los malos en cuanto malos, odiarlos porque son malos, en la medida de la gravedad del mal que hacen, y durante todo el tiempo en que perseveren en el mal. Así, cuanto mayor el pecado, tanto mayor el odio de los justos. En este sentido, debemos odiar principalmente a los que pecan contra la fe, a los que blasfeman contra Dios, a los que arrastran a los otros al pecado, pues los odia particularmente la justicia de Dios.
2° Los pecadores, al amarse desordenadamente a sí mismos, en realidad no se aman, sino que se acarrean un grave daño como si realmente se odiaran.
El amor propio, principio de todo pecado, es el amor característico de los malos, que llega “hasta el desprecio de Dios” como dice San Agustín; porque los malos de tal manera codician los bienes exteriores, que menosprecian los espirituales.
Aunque el amor natural no quede del todo pervertido en los malos, sin embargo, lo degradan del modo dicho.Los malos, al creerse buenos, participan algo del amor a sí mismos. Con todo, no es éste verdadero amor, sino aparente. Pero ni siquiera este amor es posible en los muy malos.
Está dentro del recto orden del amor el amarse a sí mismo, pero este amor, al igual que el amor al pecador, debe ser por amor de Dios. Y así como que se debe odiar a los pecadores por la culpa de su pecado, así también debemos odiar lo culpable que hay en nosotros. Por tanto, en cuanto pecadores nosotros mismos, si realmente amamos a Dios, debemos odiar todo aquello que en nosotros se opone a dicho amor. Por lo cual, debemos entender cuán loable es la virtud de la penitencia que busca reparar las ofensas a Dios que hemos cometido.
Creemos que con lo expuesto hasta aquí, queda claro en lo fundamental, cuál es el alcance de la caridad católica en relación al amor a los pecadores.
Fuentes de este artículo: Santo Tomás de Aquino, SUMA TEOLOGICA; A. Royo Marín OP, TEOLOGIA DE LA CARIDAD; Revista CATOLICISMO N°35.
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